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Seguramente, de entre todos los "objetos de meditación" que Julián de Capadocia guarda en la Pera (bolso-bandolera con silueta de esta fruta), sea la piedra su predilecto. Con ella inicia las charlas con desconocidos, aunque ha sucedido más de una vez, que si ha enseñado la piedra en la sala de espera del centro de salud de su barrio, su posible interlocutor se ha alarmado: "¿Eso se lo han sacado a usted de la vesícula o qué?", lo que ha enfadado mucho a Julián, que prueba suerte en otros lugares, como por ejemplo, en la cola de la panadería.
—Mire —le dice a alguien interesado, dando vueltas a la piedra entre las puntas de los dedos, comenzado así su célebre "alegoría de la mochila" (reléase el cap. 13)—, vamos cargando piedras a lo largo de la vida en esa mochila invisible que llevamos en la espalda y de las que es nuestro deber deshacernos. Hay piedras grandes y pesadas, que deberían ser las primeras en eliminarse: el machismo, el racismo, el nacionalismo, cosas así... Piedras muy evidentes. Otras, en cambio, son como estas, pequeños guijarros que no abultan demasiado, pero que, en su conjunto, son tan molestos como las piedras grandes... ¿Ha probado usted a deshacerse de algunos de ellos?
Acto seguido, Julián de Capadocia, muestra que ha llevado a la práctica su teoría. Hace ya tiempo que Julián, hombre de contrastado aseo personal, dejó de peinarse y de planchase la ropa. Lleva el pelo corto y él mismo se pasa las tijeras de vez en cuando, así como por la barba. También ha prescindido del reloj y hasta de los calzoncillos. No compra ropa, se abastece de las prendas que le regalan. Últimamente, hasta ha rechazado el que lo fotografíen o en recrearse viendo viejas fotos. Todo ello representa, en suma, un numeroso grupo de piedrecillas que ha ido arrojando imaginariamente desde su mochila a la glorieta de un parque o a la corriente de un río. En todo caso, Julián medita y se pregunta si será posible caminar por la vida con tan cada vez más ligero equipaje, cargando tan solo en la mochila con la piedra más gorda de todas: la de su propia existencia. Por eso, a veces, le asaltan extrañas desazones e inquietudes que lo llevan a dar profundos suspiros ("Ay, papá, tú siempre con tus suspiros, qué pesao eres", le dice la Charito, su hija, enfadada). Julián de Capadocia, en estos trances, llega a asustarse y de ahí los suspiros. Tiene la intuición de que, el deshacerse de tantas piedras, lo ha llevado a rasgar un poquito el velo de Maya, y lo que ve a través de ese mínimo rasguño, la verdad sea dicha, lo llena de consternación.
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