La Morilla
(cuento de Navidad)
Del almacén llegaba un ruido impreciso de multitud, grave, amortiguado por las chapas, pero que se llenó de aristas y de agudos, se hizo nítido en cuanto unos soldados, tres soldados, abrieron el portalón y salieron al exterior diciendo joder, joder, joder. Más allá de la luz que derramaba un farol en el dintel, se derramaba también la noche oscurísima.
—Joder, joder, joder, cómo nos ha puesto la tía. Un poco más y reviento los botones de la bragueta, macho.
—Y menos mal que ha habido descanso, ahí dentro no se podía estar ya de calor. Qué culazo tenía.
—Pues todavía queda lo mejor. A ver qué coño le queda por hacer para cerrar el espectáculo.
Al rato, los soldados sentían el frío de la noche, se refregaban las manos y se pasaban una botella mediada de coñac que bebían del gollete. Encendieron unos Chester.
—Me ha contado el Teruel, el de la enfermería, que las treinta cajas de Fundador vienen de parte de la señora, que es un regalo suyo particular.
—¿La señora? ¿qué señora?
—Qué señora va a ser, coño, la mujer de Franco, la Collares, la cacatúa esa.
Una figura que había estado oculta detrás de unos fardos, dio unos pasos y se iluminó bajo el churretón de luz del farol.
—Estaba yo ahí meando tan tranquilo y lo he escuchado.
—Perdón, mi sargento, no me lo tenga en cuenta, yo no…
—A ver si tenemos cuidado con lo que decimos o van a volar un par de hostias, eh. Lo paso porque esta noche, es esta noche.
—Gracias, gracias, mi sargento, felices Pascuas tenga usted.
El sargento, sin mirar al grupo, se dirigió al portalón haciendo eses a la vez que se ajustaba el correaje, abrió un postigo, de nuevo volvió a salir de allí el fragor del griterío, y agachando un poco la cabeza, se sumergió en el estruendo.
—Macho, un poco más y ese mierda nos jode la noche.
—Nada. ¿Tú crees que en Pascuas y con la Carmen Sevilla en el escenario moviendo las tetas va a perder tiempo el sargento empurando a nadie? Bah, además fíjate cómo va el chusquero de alicatado… Pero, eeeeh, mirad, mirad quién viene por allí.
—El Pájaro, joder con el Pájaro. No pierde ripio el cabrón. Cómo sabe el tío que esta noche va a hacer negocio. —El soldado dio un largo silbido— ¡Eeeeh, Pájaro, ven aquí, coño!
El que llamaban Pájaro no tuvo que variar su camino, pues se dirigía sin duda al grupo de soldados. En una mano sostenía una lámpara de carburo, con la otra tiraba de la cuerda que hacía de ronzal de una burra moruna, pequeña y llena de mataduras. Bajo el brazo, y como si fuera un limpiabotas, el Pájaro llevaba una banqueta de tres patas tan desportillada como la Morilla, la burra. Una banqueta pintada de marrón chocolate y adornada de tachuelas.
—Hombre, Pájaro, tómate un buche con nosotros que estamos de fiesta —los soldados se animaron unos a otros previendo una buena ración de bromas a costa del Pájaro, pero el silencio del hombre los hizo desistir un momento de risotadas futuras, —¿Pasa algo, Pájaro?
—Lo he visto, lo he visto yo. No me lo ha contado nadie. Lo he visto yo. —el Pájaro se sentó sobre una caja de munición vacía que había servido para cargar botellines de cerveza, sacó un pañuelo enorme de algún lugar de la chilaba y se lo pasó por la cara. A pesar del frío, la luz de la lámpara iluminaba las gotas de sudor de la calva.
—¿Pero se puede saber qué has visto, Pájaro? ¡Nosotros sí que hemos visto! ¡A la Carmen Sevilla, que no veas lo buena que está la tía! ¿Pero cómo que no estás ahí dentro con lo que te gusta el moyate y el cachondeo, mamón?
El Pájaro miraba sin ver a ninguna parte y a todas. Rechazó la botella de coñac que le tendía el soldado que parecía estar menos borracho.
—Lo he visto yo. Yo. Al abuelo y a la nieta, a los dos. Los metieron en el agujero, un agujero hondo. Iba yo con la Morilla y lo vi. Lo vi todo.
—Coño, Pájaro, que pelmazo eres, ¿qué abuelo y qué nieta, cojones?
—Sí, a los dos. Y a los soldados con el teniente ése que le dicen el Piojo, el de la Sexta. Lo juro por la Morilla.
—¿Por la Morilla vas a jurar, coño, con lo puta que es? A ver, coño, qué pasaba con el Piojo, ¿no estarías tú buscando clientes para la burra, no?
El Pájaro llevaba muchos años con su negocio. Hacía portes de un lugar a otro, oficialmente era acemilero, pero por dos pesetas, colocaba la banqueta bajo las patas traseras del animal, le levantaba el rabo y dejaba que el soldado que las pagara, se subiera en la banqueta y aliviara la hombría, como él decía. Conocía y era conocido en todos los destacamentos de Ifni donde había llegado desde su Zaragoza natal, y aunque su actividad le había costado más de un disgusto, el mando se mostraba permisivo. O la burra o la tropa con pocos posibles se soliviantaba. Con todo, el negocio iba bien y desde que comenzaron los tiros de verdad el número de clientes había aumentado. El Pájaro pensaba subir la tarifa. A partir del próximo año, para el 1958 al que tan poco quedaba por llegar, pagaría tres pesetas todo Dios. Todos. Los guripas sin dinero para mujeres y hasta los oficiales que lo hacían por apuestas.
—Era un agujero hondo, sí. Allí metieron al viejo y a la niña y los dos se pusieron a pedir que no les hicieran nada, levantando los brazos, que si jamalají, que si jamalajá…
—Bueno, cojones, eran moros, ¿qué pasa?
—¿Que qué pasa, hombre, por Dios? Que allí los dos vivos, llorando y dando voces, sin poder salir del hoyo, y va el Piojo el canalla y manda tirar dos bombas de mano. ¡Dos bombas de mano!
Ante lo dicho, los soldados dejaron la botella en el suelo. Se miraron entre ellos. Pasó un minuto donde el estrépito que venía del almacén hizo aún más silencioso el silencio de la noche. Al fin, uno de los soldados se atrevió a hablar.
—Joder, Pájaro, eres amargante, ¿y qué quieres que se haga con esa gente?, ¿los traemos aquí a que coman polvorones? Lo mismo tenían fusiles escondidos en el chozo o donde sea que vivan, o yo qué carajo sé.
—El abuelo y la nieta, un viejo escuchimizado y una niña de seis o siete años. Yo lo he visto, no me lo ha contado nadie. Destrozados, reventados. Yo vi las tripas que saltaron.
El Pájaro dejó escapar unas lágrimas y se sofocó un poco, sin sonido, como lloran los viejos. Él también iba ya para viejo escuchimizado y la Morilla era una niña, su niña, una burra niña. Los soldados guardaron silencio un rato, pero luego, dándose codazos unos a otros quisieron ocultar bajo una capa de jolgorio la opresión del Pájaro que tanto les enfriaba el ánimo.
—Venga, coño, Pájaro, anímate, olvídalo.
—No, no puedo —, insistía el Pájaro ya calmado con la mirada perdida y doblando el pañuelo cuidadosamente tras haberse sonado la nariz con contundencia.
—Pero vamos a ver, Pájaro, aunque no lo digan ni nos lo digan, esto es la guerra, la puta guerra, ¿tú crees que a alguien le importa un viejo o una niña de más o de menos, y encima moracos? Es más, coño, ¿tú te crees que allí, de donde nos han traído se creerán que esto existe, que existimos nosotros, si nos ponen como un parchís al revés, que matamos uno y cuentan veinte y nos matan veinte y cuentan uno? Anda y que les den a todos, Pájaro. Y venga, alégrate, coño, que en cuanto acabe el jaleo de ahí dentro y empiecen a salir guripas empalmados y hartos de priva, le vas a tener que dar la vuelta a la Morilla, como a los abrigos, y vaciarla a la muy puta como un jarrón.
Al final, el Pájaro se dejó querer, accedió. El reclamo de la bebida gratis podía con cualquier imagen persistente de la calamidad.
—Voy para dentro porque me hace falta, porque me los quiero quitar de la cabeza aunque sea un rato, eh, pero no le digas puta a mi Morilla, no le digas puta.
—Vale, no le digo puta; pero venga, hombre, déjala aquí que tiene yerba de sobra y vamos a tomarnos unas copas, joder, que te invitamos—, el soldado pasó un brazo por los hombros del Pájaro mientras otro amarraba el animal a un poste de la luz.
La Morilla comenzó a mordisquear con indiferencia animal la yerba polvorienta, mientras que los soldados, agrupados en cuadrilla de bebedores con el Pájaro en medio, llegaron hasta el portón. Lo abrieron y los recibió el ruido y la furia, el griterío, la multitud de uniformes sudados y las primeras carcajadas que provocaba Gila, que con un casco como el de ellos en vez de su boina de paleto, preguntaba desde un teléfono:
—Oigaaaaa… ¿es el enemigooo? ¡Qué se ponga!
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