Capitulito 2
A los pocos días, cuando tomar el sol pálido de noviembre era tan apetecible, ya sacaban a la Chari a pasear como si fuera una convaleciente todavía aturdida por alguna enfermedad. Agarraba del brazo a sus padres para ayudarse en su caminar lento y sus hermanos, que ya no eran los niños que conoció en vida sino muchachos fornidos, la rodeaban como solícitos guardianes. Cuando se cruzaban con los vecinos, el grupo se paraba un momento para recibir las enhorabuenas, las frases cariñosas y los ánimos dedicados a esos padres que ya ancianos, habían abandonado el luto que creían perpetuo. Los más afectuosos pasaban una mano por el rostro de la Chari y ella agradecía la caricia con palabras que eran como un balbuceo infantil. Pero la tristeza no abandonaba su sonrisa que no tenía el brillo de la alegría sino que era mate, como sus grandes ojos estremecidos y su pelo de muñeca.
En pocos días y en intervalos cada vez más cortos fueron apareciendo los demás. Por ejemplo el padre de los Ramírez, el que hacía mucho tiempo, mucho más que la Chari, se había matado al caer de un andamio. Teníamos un agradable recuerdo de él pues siempre que coincidíamos en el patio nos gastaba bromas poniendo gestos de falsa seriedad o nos daba cachetitos amistosos con su áspera mano de albañil. Volvió igual a como lo hacía cuando regresaba del tajo, con su camisa empolvada de yeso y sus zapatones empedrados de cemento seco y aunque lo paramos algunas veces para saludarlo, no nos reconoció ni aun con la ayuda rememorativa de su mujer. "¿Pero no te acuerdas, Antonio, de esos rubitos del bajo del siete?" y el hombre, todo lo más, nos miraba como si fuéramos transparentes rascándose la nuca en un esfuerzo de evocación. Luego, al igual que la Chari, sonreía lejano y decía: "No". Y se marchaba con la misma sonrisa vacía, con andares mecánicos y el cuello un poco torcido.
Después llegaron la madre de la Carrascosa, el marido de la portera y aquel señor que vivía solo con un gato y del que nunca supimos el nombre hasta que sorpresivamente lo vimos como participante en un concurso de televisión. Tuvieron que pasar varios días para que los vecinos, alarmados por el hedor que salía bajo su puerta, se decidieran a llamar a las autoridades. Tanto el hombre como su gato habían muerto atufados por los gases de una estufa. Un par de años después lo teníamos de nuevo con nosotros tan taciturno y misterioso como siempre... ¿Y qué decir de aquel pequeñín que había fallecido de muerte súbita a los pocos meses de nacer? La madre contó a las vecinas que en una de sus visitas al cementerio lo había encontrado sobre una lápida, enrollado en una toquilla, sucio de tierra pero vivo otra vez. Ahora, cuando la lluvia cesaba por las tardes, podíamos verla en el balcón dándole el pecho en una tierna escena filial. Fue una alegría para todo el barrio contemplar de nuevo a esa madre feliz diciendo ajó a un bebé que aunque amarillento y un poco raquítico iba mejorando día tras día.
Pero de todos los resucitados el que más nos impresionó fue Miguelito Navarro, nuestro amigo, el que se ahogó veinte años atrás cuando se le vino a cortar la digestión bañándose en una ribera durante una excursión dominical. Su muerte, junto con la de la Chari, fueron los hechos más dolorosos que se vivieron en los bloques. El día de su entierro fueron tantas las coronas que se dispusieron en el colegio, que el olor de los crisantemos se nos quedó grabado para siempre con la persistencia de un mal sueño. A la tragedia, sus padres desgraciados respondieron marchándose del barrio, como si aquella huida atenuara el recuerdo borrando de su vista, las calles, los patios y las gentes que fueron la geografía de su hijo. Luego supimos la noticia de que se habían separado y que cada uno había intentado rehacer su vida en otros puntos remotos de la ciudad.
Por eso las circunstancias de la resurrección de Miguelito fueron especiales. A diferencia de los demás, que habían vuelto en plena luz del día, el regreso de Miguelito sucedió de noche cuando la lluvia arreciaba y los rayos troquelaban con luz el cielo de tinta negra. A pesar de los consejos, veíamos la televisión y contra el ruido de las voces de la película y el fragor de la tormenta pudimos escuchar el chapotear que venía del patio. Algo golpeaba el suelo encharcado con un ritmo de tableteo incesante. Nos asomamos y vimos a un niño que correteaba entre un portal y otro, dando vueltas a la fuentecilla central y a los macetones de aspidistras. Sus pies descalzos eran los que provocaban aquel chapoteo de palmípedo en una carrera atolondrada que incluso lo llevó a resbalarse y a chocar contra los bancos metálicos. Tardó mucho tiempo en atender la llamada que le hacíamos repicando el cristal de la ventana pero al final se acercó y puso la cara sobre el vidrio apantallándola con sus manos arrugadas por el agua. Distinguimos la desnudez de un niño que vestía tan sólo un bañadorcito de espuma. Entre el pelo empapado llevaba ovas que caían como verdes guedejas gelatinosas y los dientes que asomaba en su mueca extraña adquirían, iluminados por la fosforescencia que llegaba del televisor, una blancura de ésas que los novelistas llaman espectral. Reconocimos, a pesar del desdibujo de la lluvia, a Miguelito Navarro pero antes de poder atenderle comprobamos que ya habían bajado varios vecinos con resguardo de paraguas e impermeables. Uno de ellos, la señora Emilia, regresó de nuevo a su piso y bajó con unas mantas con las que cubrieron a Miguelito. Con la urgencia que marcaba el chaparrón lo subieron a casa de don Aurelio, el médico jubilado. Allí se armó un gran revuelo de gentes que entraban y salían, de mujeres que se afanaban en la cocina ajena buscando los elementos con que preparar un tazón de Colacao caliente para Miguelito. También subimos y aprovechamos la oportunidad para presentarnos, pero al igual que el padre de los Ramírez, Miguelito no reconocía en nosotros a sus antiguos amigos. Con su mirada fija y aquella dentadura que como a todos los resucitados parecía venir grande a su cara afilada, sólo acertaba a decir: “No encuentro mi casa”. Pero con todo, insistimos en nuestra curiosidad y aprovechando un momento en que nos dejaron solos, le preguntamos que cómo era el lugar de donde venía. Miguelito, mirándonos sin vernos, dijo: “Como aquí. Siempre hace mucho frío y siempre llueve”.
Mientras proporcionaba unas friegas, don Aurelio dictó órdenes para organizar aquel barullo nocturno, porque más que ayuda, encontraba incordio en las manos que alcanzaban una almohada, acercaban nuevas mantas o revolvían el azúcar de las tisanas reconfortantes. A la sugerencia de un vecino que creía del todo urgente ponerse en contacto con alguno de los padres de Miguelito se respondió con un rescate de agendas, de ésas que guardan arqueológicos números de teléfono. Costó trabajo y muchas llamadas —hacía tantos años que los padres se marcharon— pero al final alguien logró hablar con un familiar al que se puso al corriente del suceso. En cosa de media hora se personó un señor que dijo ser tío del niño y que traía un bulto de ropas con que vestir a su sobrino. Don Aurelio le hizo algunas indicaciones médicas y el caballero, dando gracias y estrechando manos, se marchó llevando en brazos a un Miguelito Navarro que todavía tiritaba. Nunca lo volvimos a ver. Cuando al fin se deshizo la reunión dejando la vivienda patas arriba y regresamos a nuestra casa, nos molestó, a pesar de la alegría del reencuentro con Miguelito, que la película que estábamos viendo ya hubiese terminado y que en la pantalla del televisor sólo apareciera una nieve gris y chisporroteante.
(to be continued)
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