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Hoy: "El bote de champú"
Me habían dado permiso de fin de semana en el
Centro y volví donde mi abuela un mes después de que ella hubiera resuelto el
caso de los gemelos kosovares.
Desde
días antes soñaba con las croquetas y los filetitos de pechuga de pollo
rebozados que ella prepara como nadie. Un sueño que es un tormento a la hora de
las tisanas en “Amanecer de mayo”. Las tisanas son importantes para nuestra
rehabilitación, dicen en el Centro, pero yo no acabo de acostumbrarme, la
verdad.
Fue
así. Nada más abrirme la puerta, la abracé llenándola de besos y al mismo
tiempo noté desde el recibidor el olor de la bechamel con su puntito de nuez
moscada. Solté la bolsa y me colé en la cocina.
—¡No
toques nada!—, me gritó con el genio que se gasta.
Mi
abuela es una mujer severa. Severa de verdad. Y fuerte. Pero es que sin su
manera de ser y su inteligencia no solucionaría tantos problemas. El mío me lo
ha resuelto desde luego. La quiero mucho. Cuando mis viejos me cerraron las
puertas de casa para siempre, ella me acogió. Y no sólo eso. Con sus ahorros de
la pensión de viudedad, me paga el Centro. De vez en cuando me acaricia la
cabeza y me dice:
—¡Ay,
Tomasito! Desde pequeño se te echaba de ver que irías por el mal camino. Pero
mientras te viva tu abuela, al menos un plato de comida y una cama no te van a
faltar.
El
caso es que aprovechando que se metió para adentro para no sé qué, me colé de
nuevo en la cocina. Me comí al menos diez croquetas. No pude esperar que mi
abuela las friera. Cuando ella entró buscando el carrito de la compra, me cogió
con las manos en la masa nunca mejor dicho y me pegó en la espalda con la
espumadera.
—¡Zampabollos!
¡Venga, deja eso y acompáñame al súper!—. Esta vez se reía.
Así es
ella conmigo. Severa pero buena. Intento no darle motivos para que se enfade
aunque a veces, de broma, la llamo por su nombre, Lutgarda. Entonces sí que se
enfada. Jajajajaja. Lutgarda. Vaya con el nombrecito que le pusieron. De esos
nombres que cuando los escribo en el Word siempre me los subrayan de rojo.
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La
compra en el súper nos llevó poco tiempo. Yo empujaba el carrito y mi abuela,
tan alta, tan tiesa, cogía las cosas de las estanterías. Le pedí para mí un
botecito de Tabasco, porque últimamente me gusta mucho el picante; pero me dijo
que no, que me dejara de caprichos y pamplinas.
Al
acabar nos pusimos en la cola de una de las cajas y cuando nos llegó el turno
fuimos colocando las cosas en la cinta. La cajera pasaba por el escáner lo que
había comprado la señora que estaba delante de nosotros.
No me
gustan las cajeras como la que nos tocó, de esas que llevan tres o cuatro
pirsins pinchados en la boca. Por experiencia —y en el Centro hay miles de
casos— sé que al final acaban convertidas todas en unas viciosas. En la tarjeta
de la blusa ponía su nombre: Verónica Carballo. Masticaba un chicle con mucha
rapidez. Pero por la cara de asco que ponía al hacerlo parece que el chicle
tuviera sabor a mierda de perro. Al acabar le dijo a la señora con voz chillona
y descarada:
—Cuarenta
con treinta y cinco.
—Ay,
hija, pues no sé si me va a llegar…—, comentó la señora muy apurada. La fresca
de la cajera hacía globitos con el chicle.
—¿Le
quito algo?—, preguntó la medio golfa.
—A
ver, pues sí… mira, quita los espárragos y las latas de berberechos… Ay, qué
apuro.
La
abuela y yo observábamos impacientes la escena. De nuevo nos había tocado la
caja lenta de los tontos. La señora, sofocada y pidiendo perdón con la mirada a
los que esperábamos detrás, seguía retirando cosas mientras la niñata tecleaba
descontando lo cobrado.
—¿Y
ahora, hija?
—Treinta
y dos con ochenta, señora—, respondió insolente con los brazos cruzados. El chicle
se lo pasaba de un lado a otro.
—¡Ay,
hija, que me parece que tampoco… ¿Esta es de veinte o de cincuenta? —seguía la
pobre mujer recontando monedas y alisando billetitos hechos gurruños—. Tres
euros me faltan, hija; tres euros y pico.
La
señora, nerviosa y trabucada, no hacía más que rascarse la cabeza.
—Pero
vamos a ver, ¿por qué no dejas el bote de acondicionador de pelo que es lo más
caro y te llevas lo demás?—, la niñata empleaba ya un tuteo hiriente.
—¡Ay,
eso sí que no! ¡El acondicionador de pelo, no!—, dijo la señora quitando
nerviosa el bote de las manos de la guarra de la cajera.
En
ese momento sonó la voz de mi abuela interrumpiendo el forcejeo:
—¡Alto
ahí, señorita cajera! ¡Esa mujer ha robado un bote de champú anticaspa y lo
lleva escondido en el bolso! ¡Exíjale que lo abra! ¡Regístrela!
Las
órdenes de la abuela nos dejaron a todos los que las oímos, paralizados por la
sorpresa. Verónica, la cajera, y la señora la miraron con los ojos muy
abiertos.
—¡Venga,
señorita! ¡Reaccione!—, ordenó de nuevo mi abuela.
Entonces
fue cuando se formó el jaleo que pudo acabar muy mal, pues la ladrona apretaba
el bolso bajo el brazo negándose a abrirlo y sin dejar de insultar a mi abuela
llamándola cacatúa metomentodo y vieja bruja y cosas así. Menos mal que un
caballero de la cola pudo contenerme porque mi intención era agarrar a aquella
furcia por el pescuezo para no soltarla jamás. A la vez, la pobre Verónica
tironeaba del bolso azuzada por mi abuela hasta que, cuando pareció que el
registro era imposible, sacó de debajo de la caja un silbato que hizo sonar con
mucha estridencia. Al segundo aparecieron a la carrera dos fornidos guardias de
seguridad con las porras preparadas. Se le echaron encima a la tía, pero ella defendía
el bolso como una leona; la cara roja por el esfuerzo, la boca congestionada
por los gritos y los insultos. Los guardias tuvieron que emplear sus porras
hasta que uno de ellos, cogiendo el brazo derecho de la ratera por la muñeca,
se lo dobló por la espalda hasta llevarle la mano a la nuca. La tía cayó al
suelo de rodillas y el otro guardia aprovechó para darle una patada en la
barriga. El que le tenía hecha la llave de judo le dijo aquello de “Date presa”
a la vez que le tapaba la boca para que no soltara más sapos y culebras. No sé
si acogotada en el suelo como estaba pudo ver cómo Verónica, hecha ya con el
bolso, lo abría y sacaba de su interior ¡un bote de champú anticaspa Timotei!
Una
vez más, las sospechas de la abuela se habían confirmado: allí estaba la cajera
alzando el bote de champú como la que levanta una liebre por las orejas. Este
gesto de triunfo provocó que la clientela de la cola y los curiosos que habían
acudido alarmados por el follón, se pusieran a aplaudir con entusiasmo. Me sentí
muy orgulloso al saber que la ovación se la dedicaban a mi abuelita.
Finalmente,
los guardias de seguridad entregaron a
la autoridad a esa mangante que todavía, despelucada y luchando por quitarse
las esposas, bramaba como un jabalí entre el abucheo general.
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No fue
hasta pasado el almuerzo, sentados ambos en la mesa y después de haber
liquidado yo el platazo de croquetas y pechuguitas de pollo que la abuela me
puso ante las narices, cuando se decidió a responder mi pregunta.
—Era
sencillo, Tomasito. Aquella mujer se rascaba la cabeza continuamente. Mucho más
cuando la cajera le pidió más dinero del que llevaba encima. Me di cuenta que
los picores se debían a la caspa, pues era caspa lo que manchaba las hombreras
del vestido. Un grave problema de caspa pues incluso los zapatos los llevaba
cubiertos de escamitas.
—Pero
hay mucha gente con caspa abueli (yo llamo abueli a mi abuela), y no por eso se
dedica al robo.
—El
problema de caspa de esa mujer debía ser especial. La clave estuvo en el bote
de acondicionador de pelo Timotei. Lo conozco bien porque aparece en todas las
publicidades que me mandan del súper. Ese acondicionador sólo surte efecto si
se acompaña previamente del champú. El acondicionador, por sí solo, no sirve
para nada, Tomasito. Aquella tía lo sabía. El problema es que no tenía dinero
para ambas cosas. Ni siquiera le llegaba para pagar lo demás. Si el
acondicionador es inútil sin el champú y ella luchaba por pagarlo, el misterio
quedaba solucionado, Tomasito. El bote de champú lo había tenido que mangar por
fuerza. El que las cajeras hayan relajado la vigilancia y ya no exijan a las
clientas que les enseñen los bolsos, decidió finalmente su acción.
Una
vez más quedé sorprendido por la sagacidad de mi abuela Lutgarda (¿dije que se
llama Lutgarda?). Ella debió notarlo en la mudez que me había provocado la
admiración.
—Y qué
–dijo para desviar mi interés, pues mi abuela es muy modesta para sus cosas—, ¿no
te apetecen ahora unas natillas, Tomasito?... Pero tienen que ser Danone, eh,
que hoy no me ha dado tiempo a hacer de las mías.
Dejándome
en silencio, se marchó a la cocina. Me sentía bien. Eructé.
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