Para Carmen Jiménez Cardona.
La colonia “Maderas de Oriente” era la que usaba la tía Anita, la colonia que contenía en su interior un palito aromático que se me antojó cuando tenía seis o siete años:
-–Cuando se acabe el booote.
El palito flotante era un elemento irresistible; pero el bote no se acababa nunca, pues aquel líquido administrado en contadas gotas parecía tan preciado como los óleos sagrados con que ungían a los reyes de Babilonia.
-–Tita, dame el palito, anda.
-–Cuando se acabe el booote.
El caso es que la tita sólo se ponía el perfume en ocasiones especiales: bautizos, comuniones, bodas y entierros, pero con tan cicatera administración que entre una aplicación y otra, al niño cristianado le daba tiempo a tomar la Sagrada Forma primero, a casarse después y a palmarla finalmente.
-–Tita, dame el palito, anda.
-–Cuando se acabe el booote.
Y en este plan, hasta que un día sucedió el milagro. El bote se acabó, coincidiendo el hecho con mi decimosexto cumpleaños, y aunque ya empezaba a afeitarme la barba, acepté el palito sin que la intensidad de mi capricho hubiera aminorado un milímetro (¿en qué clase de unidades se mide el encono de los caprichos?)
-–¡Bien!
Cuando tuve aquel trocito de madera entre los dedos, se me empañaron los ojos con las frescas lágrimas de la felicidad y acto seguido comencé a roerlo como si fuera yo un conejo y el palito un pedazo de palodú. ¡Oh, sí! Si las guías gastronómicas contemplaran la xilofagia como variante alimenticia, aquel palito solo pudo ser comparable al más exclusivo manjar y estar presente en las cartas que ahora elabora Ferrán Adriá.
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