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Julián de Capadocia reconoce que, si no tuviera la obligación de sacar a pasear a Zaratustra, su perro, al menos dos veces al día, no saldría de casa. O al menos, saldría muy poco, sabiendo abastecida su austera despensa. En ocasiones, se ha sorprendido pensando en la posibilidad de abandonar a Zaratustra en un refugio de animales. Un pensamiento que lo ha ocupado tres segundos, diez segundos, al cabo de los cuales, se ha horrorizado. "Todos podemos llevar un canalla dentro; un canalla que asoma su cabeza por alguna fisura en el momento menos pensado", le ha comentado en alguna ocasión a la Joaquina, a la Juaqui, una antigua prostituta a la que hace años hizo su confidente y cuyo trato frecuenta de manera discreta, aunque rara vez llegan a intimar hasta lo carnal. Y es que con la Juaqui estableció un pacto de ayuda contra la soledad que con el tiempo se ha fortalecido hasta alcanzar la forma de la amistad. Es una relación que ambos llevan, como decimos, con una discreción que se fundamenta en el más profundo de los respetos.
No hay que pensar por otro lado, que Julián es un benefactor de la Juaqui, una especie de pigmalión que la ha retirado de la mala vida y le ha enseñado a leer y a escribir, como sucede en los folletines románticos. Nada de eso. Antes, al contrario, es la Juaqui, la que lo agita y zarandea para sacarle la murria existencial que lo acompaña, y aunque llega a embobarse y escucha con mucho interés sus disertaciones cuando saca de su bolsito la piedra, la bellota o la pinza de tender la ropa, finalmente, lo abraza. "Debes sufrir mucho tú, Julián", le dice, dándole un beso en la frente y metiéndole la cabeza entre los generosos pechos que tanto gozaron los hombres y que ahora, no son sino un cálido refugio para un prejubilado de la Telefónica ofrecido por una jubilada de la calle que nunca cotizó a la Seguridad Social.
(En la ilustración, Joaquina López Zamarra, alias "la Juaqui" (1974), foto-carnet que lleva Julián de Capadocia en la cartera).
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