Nada hay tan triste como ver llorar a un niño que ha perdido su verruga. (Siempre imagino la escena con la banda sonora de Verano del 42 como fondo). Es un llanto sordo, similar al que emiten los tucanes cuando les roban sus polluelos. ¡Apiadaos de estos niños, por favor!
Aquél fue un niño al que una verruga en la punta de la nariz desgració la infancia. Mil veces la quitaron y mil veces volvió a renacer, como si sus raíces se hundieran en la tierna carne hasta formar una red que ocupara todo el rostro. Inexpugnable a toda clase de específicos, sólo la pericia del doctor Nogales acabó con ella para siempre, pero dejando el estigma de una inclemente cicatriz. ¡Llegó la electricidad!
La pica sobre la nariz electrocutando la excrecencia. Las manos del niño sobre la almohadilla de goma que actuaba como aislante y el olor de la carne quemada. Y el olor de la brillantina del doctor Nogales. Y el olor de la laca de la madre.
Pero antes, las uñas y su labor de zapa. El placer considerable de desmigarla, porque una verruga no es más que una miguita de pan duro (la del niño, unida a la nariz por un corto filamento). Con qué placer le llegaba el sueño entre esa hipnosis de las uñas. En privado.
En público era otra cosa; motivo de chacota o misericordia. Huuy, qué verruguita tan graciosa. Y para colmo, en el programa infantil de la radio el Enano Saltarín también lucía en la punta del narizón una verruga donde se concentraban sus maldades (verruga que posteriormente, era reventada a martillazos por el Hada Buena). ¿Y el fútbol?
Cualquier deporte que se practique con el concurso de un balón es un peligro para el niño verrugoso. Los balones cercenan como cuchillos. Y aquí el patadón de Josemari, la pelota que emprende su raudo vuelo arrastrando en su caída el perfil del niño. El llanto a cuatro patas, palpando el suelo con las manos como quien busca una lentilla. ¿No lo dije antes? Triste espectáculo ver al niño enmoquecido aullando por su pérdida irreparable.
Pero volvió una hermanita a la ceja. Llegó de improviso, como uno de esos familiares que regresan de Australia con los bolsillos agujereados. ¿Otra vez el doctor Nogales y sus chapuzas? ¡No y no y mil veces no! Le aterró el proyecto de la madre para paliar los efectos de la electricidad. Proponía que tras el aseo matutino, rellenase el hueco calvo de la ceja con unos toques de rotulador marrón. Un Carioca reconvertido en Margaret Astor. Todo lo que le quedaba de vida portando un rotulador. Por si acaso.
En dos noches se solucionó la cuestión. Sobre la almohada, un polvillo orgánico. El mismo que aparecía entre sus uñas.
© Sap.
es.humanidades.literatura
Aquél fue un niño al que una verruga en la punta de la nariz desgració la infancia. Mil veces la quitaron y mil veces volvió a renacer, como si sus raíces se hundieran en la tierna carne hasta formar una red que ocupara todo el rostro. Inexpugnable a toda clase de específicos, sólo la pericia del doctor Nogales acabó con ella para siempre, pero dejando el estigma de una inclemente cicatriz. ¡Llegó la electricidad!
La pica sobre la nariz electrocutando la excrecencia. Las manos del niño sobre la almohadilla de goma que actuaba como aislante y el olor de la carne quemada. Y el olor de la brillantina del doctor Nogales. Y el olor de la laca de la madre.
Pero antes, las uñas y su labor de zapa. El placer considerable de desmigarla, porque una verruga no es más que una miguita de pan duro (la del niño, unida a la nariz por un corto filamento). Con qué placer le llegaba el sueño entre esa hipnosis de las uñas. En privado.
En público era otra cosa; motivo de chacota o misericordia. Huuy, qué verruguita tan graciosa. Y para colmo, en el programa infantil de la radio el Enano Saltarín también lucía en la punta del narizón una verruga donde se concentraban sus maldades (verruga que posteriormente, era reventada a martillazos por el Hada Buena). ¿Y el fútbol?
Cualquier deporte que se practique con el concurso de un balón es un peligro para el niño verrugoso. Los balones cercenan como cuchillos. Y aquí el patadón de Josemari, la pelota que emprende su raudo vuelo arrastrando en su caída el perfil del niño. El llanto a cuatro patas, palpando el suelo con las manos como quien busca una lentilla. ¿No lo dije antes? Triste espectáculo ver al niño enmoquecido aullando por su pérdida irreparable.
Pero volvió una hermanita a la ceja. Llegó de improviso, como uno de esos familiares que regresan de Australia con los bolsillos agujereados. ¿Otra vez el doctor Nogales y sus chapuzas? ¡No y no y mil veces no! Le aterró el proyecto de la madre para paliar los efectos de la electricidad. Proponía que tras el aseo matutino, rellenase el hueco calvo de la ceja con unos toques de rotulador marrón. Un Carioca reconvertido en Margaret Astor. Todo lo que le quedaba de vida portando un rotulador. Por si acaso.
En dos noches se solucionó la cuestión. Sobre la almohada, un polvillo orgánico. El mismo que aparecía entre sus uñas.
© Sap.
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