"EL HOMBRECILLO" - 2
Uno de los vehículos de abastecimiento me trasladó una noche a la estación. Apenas me despedí. El sargento Lebecq dormitaba su borrachera de coñac cuando entré a recoger el salvoconducto. Antes que despertarlo, preferí falsificar su firma utilizando la pluma fuente que le colgaba de un bolsillo. La pistola brillaba como una gema en la cartuchera, irreal e incomprensible en aquel tugurio. Me la llevé.
No hubo luna. Desde el tren, las hogueras donde vivaqueaban otros hombres iluminaban la oscuridad, trazando perfiles tan inciertos como sus destinos. A lo lejos, el resplandor de la artillería, súbito y rojo, era como un falso amanecer que sólo durase un segundo. "No te lo pierdas. Ve a la Rue des Toyannes", me había dicho Pignon cuando me entregaba unas cartas para su familia. Adiviné que la muerte se había instalado ya en sus ojos.
Durante todo el trayecto, el tren fue recogiendo heridos con destino a los hospitales. Carne joven, carne hedionda y deformada por el gas mostaza que los convertía en criaturas hechas de arena. Carne arrasada y carne ardiente en vagones de ganado. Hombres que desearían ser reses. Terneros o vacas para disfrutar de la paz de los rumiantes. Viéndolos, tuve la certeza de que aquella guerra sería la última. La guerra que pondría fin a todas las guerras.
Ayudé en silencio a acomodar camillas y busqué después el rincón más aislado. Los hombres apenas se quejaban. Sólo uno, cerca de mí, repetía en voz baja una letanía incomprensible. Un enfermero se paseó entre los heridos caminando ridículamente con los pies abiertos. Se había pintado un pequeño bigote y levantaba su gorra como saludando. “Mirad, soy Charlot”, dijo. Alguien rió. Desanimado, el enfermero se sentó de nuevo. Charlot, así me dijo Pignon que se llamaba el hombrecillo.
Dormí como una piedra y soñé con un pájaro de oro que picoteaba la fruta caída de un árbol. Quise acercarme a él pero alzó el vuelo y se posó en la copa. Era un árbol sin hojas, seco y enorme, horrible en su desnudez. El pájaro de oro graznó como un cuervo. Luego soñé con Dominique. Juntábamos nuestras bocas en extraños besos. Cuando nos separamos, sonrió mostrando unas encías desdentadas y enfermas. El pájaro de oro graznó otra vez.
Para cuando desperté, los heridos ya habían sido evacuados. Tras ellos quedó un rastro de hedor y unos petates con ropas civiles. Estaba solo. Me cambié y el vagón se llenó de estrépito al abrir el portón. La mañana me sorprendió nítida con el verde agrícola de los campos, limpio e inédito el paisaje sin el rayado horizontal del alambre de espino. Arrojé el uniforme. El casco rebotó en las piedras como un cráneo de metal.
Comí un bocado y fumé un cigarrillo que alguien olvidó. Me tendí sobre las tablas, sobre el rectángulo de luz tibia que entraba por el portón abierto. Temí que el traqueteo me adormeciera y volviera a soñar con Dominique o con el pájaro de oro. Comencé a sentir miedo por la cada vez más cercana llegada a París. Me tranquilizó el desmontar cada una de las piezas de la pistola del sargento, limpiarlas y volverlas a montar. Me sorprendí pensando que tal vez Dominique la aceptaría como regalo. Sí; admití la idea de regalar una pistola a una muchacha enamorada. Miedo. Era eso lo que sentía. Miedo de volverla a ver y de verme en sus ojos. Corrí de una punta a otra del vagón, veinte, treinta, cuarenta veces. Bajo las botas retumbaba la madera y crujía la paja. Derramé el agua de una cantimplora sobre mi cabeza y reí a carcajadas con una felicidad infantil. Deseaba quedarme en ese vagón para siempre, solo, y que la llegada a París no se produjera nunca. A pesar de todo, volví a rendirme al sueño.
(Continuará)
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