martes, diciembre 29, 2020

Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 34

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34

Ya desde primera hora de la mañana, Julián de Capadocia venía siendo presa de una rara agitación. Claro que sabía que era 24 de diciembre y que esa noche, su hijo Diógenes y su esposa, Mariloli, vendrían a casa a cenar con él; pero esa circunstancia no le preocupaba, le dejaba indiferente, la comezón interna que sentía era de otra naturaleza. Había accedido al encuentro porque ellos se encargarían de todo lo relativo a la cena y resto de zarandajas, ¡faltaría más! Bah, se trataría de un rato protocolario como el de cada año, y luego, cada mochuelo a su olivo. El caso es que no había caído en que Mariloli se encontraba "fuera de cuentas", como dicen los expertos en embarazos, una expresión que él ya había olvidado del todo.

No fue hasta cerca de las nueve de la noche, poco antes de la emisión del mensaje navideño de Su Majestad, que a Julián, hombre de hondas convicciones republicanas, le resultaba uno de los mejores momentos humorísticos del año y no se lo perdía, cuando recibió la llamada de Diógenes. La voz sonaba muy alterada: "Papá, ven tú a nuestra casa; Mariloli se ha puesto de parto y no te puedes imaginar la que se ha liado aquí". No se lo pensó dos veces Julián, y echándose por encima el abrigo heredado de un amigo muerto, se dirigió al domicilio de su hijo, situado apenas a dos manzanas más allá de su edificio, seguido de su perrazo, el fiel Zaratustra. Lo cierto es que en el camino se sorprendió de su propia celeridad, ¿qué era aquello; a qué tanto desasosiego; para qué las lecciones del estoico Zenón cuando había que ponerlas en práctica?

Cuando llegó y accedió al portal del bloque sin tener que llamar al portero electrónico porque la puerta estaba abierta, se encontró con un nutrido grupo de gente reunida bajo el hueco de la escalera entre los que distinguió a un repartidor de pizzas con trabajo atrasado, al señor de mantenimiento, a su esposa y a otro esforzado repartidor, pero de Amazon; a un matrimonio de ancianos, a Purita la Anaconda (una travesti del 5º D) y a tres vecinos de un piso patera de la segunda planta: un moro, un chino y un negro, que regresaban medio beodos (el chino y el negro) del Burger King y aún llevaban puestas en la cabeza unas coronas de cartón. El guirigay era extraordinario, y a todo esto, Zaratustra se había colado también en el portal oliendo el rastro de una perra en celo. A Julián de Capadocia le costó no poco esfuerzo abrirse paso entre el gentío, hasta que por fin llegó donde estaba situado su hijo:

"No nos dio tiempo ni de llegar al coche. Mariloli rompió aguas en el ascensor", dijo un Diógenes con propiedad de padre primerizo y todavía alterado por la emoción. Los móviles de los asistentes que grababan la escena, hacían del portal "un ascua de luz". Tendida en el suelo, entre unos cojines que habían traído los vecinos y asistida por una doctora y una enfermera del servicio de urgencias, Mariloli sostenía en el rebujo de una sábana de la Seguridad Social un trozo de carne trémula que era su hija recién nacida y que berreaba con energía inaudita. "La llamaremos Eva, papá".

"Tal vez era esto la clave de todo", pensó Julián cuando la vio en el regazo de su madre, manchada de sangre y líquidos pegajosos, entre Zaratustra jadeante y la perra que había puesto el culo en la pared. "Con esta Eva, nacen de nuevo todos los hombres y mujeres que fueron. Con ella y en ella, se crea otra vez el mundo, la Humanidad al completo". Entonces se acercó a su nieta, le apartó un poco la sábana de la cabecilla, y la besó en la frente.

¡Ya nada más hace falta un ángel encima del portal para armar el Belén! —dijo uno de los congregados entre las risas de todos.

¡Yo tengo ese ángel, y además es un ángel de verdad! —dijo el repartidor de pizzas, muchacho muy alto, que con el móvil en la mano, alzó el brazo y puso a reproducir para todos en la pantalla, este pequeño vídeo:

https://www.youtube.com/watch?v=2OUnuE8lATs&ab_channel=SpotsIllustrated
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Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 33

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33

Solo parece haber una excepción para que Julián de Capadocia decida no vestir sus usuales camisetas publicitarias de los negocios de su barrio: asistir a un entierro. Cuando acontece tan luctuoso suceso (o "contratiempo", como lo califica Julián emulando a un personaje cinematográfico), recupera de su modesto armario un traje color marrón que estuvo de moda a finales de los años 70, una antigualla compuesta de chaqueta de anchas solapas y aparatosos botones a los que acompaña un pantalón de perniles acampanados. Así vestido, se presenta en el domicilio del finado, en el tanatorio, o directamente, en el cementerio, lo que causa cierta incomodidad en los presentes, que lo perciben como un tipo estrambótico que añade a su traje anticuado un pañuelo que asoma sus cuatro puntas por el bolsillo de la pechera y una corbata de nudo gordo. Lo estrafalario siempre resulta molesto.

Datada está la última asistencia de Julián de Capadocia a un óbito: fue exactamente el 17 de octubre de 2018, y el fallecido, su amigo y compañero de trabajo Manolín Carrasco, víctima de un fallo multiorgánico producido por el consumo de unas setas que juró y perjuró a su familia que eran comestibles, apoyado por el consejo telefónico que le transmitió el propio Julián, aunque solo escuchó la mitad del mismo, pues hubo un corte en la conexión: "Todas las setas son comestibles... (al menos una vez)". Sea como fuera, depositado el cuerpo de su amigo en una habitación acristalada del tanatorio al que estaba asociada su póliza de deceso, Julián de Capadocia se presentó con su traje aún aromatizado de antipolillas y en una actitud tan por completo estoica que admiró a los deudos, sobre todo a la Margari, la viuda de Manolín. "Ya sabes lo cabezón que era, Julián, y mira que se lo advertí...", logró articular entre hipidos, "¿Quieres pasar a despedirte de él?"

No sin alguna aprensión, Julián aceptó la sugerencia y accedió a la habitación donde se exponía el féretro destapado. Discretamente, las cortinas de la ventana que se comunicaba con la sala de duelo, estaban echadas, por lo que Julián se encontraría durante unos minutos a solas con su amigo, así que, a partir de ahora, lo que contemos no son sino especulaciones extraídas de un encuentro posterior. El caso es que Julián, entristecido al no reconocer a Manolín en aquel rostro de perfil afilado al que habían maquillado como a una muñeca, le dijo en un lamento: "Pronto te rezarán un responso al que no asistiré en la capilla de este establecimiento y hasta una postrera oración en el cementerio que tampoco escucharé, todo fundamentado en ese "por si acaso" que mantienen los débiles de fe. Pues si ese es el motivo, yo también tengo mi porsiacaso, Manolín". Dicho esto, Julián de Capadocia sacó de su monedero una moneda de dos euros, se acercó al cadáver e intentó abrirle la boca. Resultó imposible, pues los tanatoesteticistas habían sellado la dentadura con pegamento de cianocrilato, así que optó por dejarla alojada entre las muelas y la carne interior del frío moflete. Después, se limpió los dedos con el pañuelo. "Este era mi porsiacaso, amigo Manolín. Una moneda para que pagues a Caronte y te lleve con buen viento en su barca por la laguna Estigia rumbo al inframundo del que nadie vuelve".

Concluida la misión que se había marcado, Julián accionó el picaporte dispuesto a abandonar la gélida estancia, pero se detuvo y volvió al ataúd para abrir de nuevo la boca del muerto y sustituir la moneda de dos euros por una de cincuenta céntimos. "Tampoco es cuestión de derrochar", frase con la que acrecentó a los ojos de testigos invisibles su inmerecida fama de tacaño, pues prueba de todo ello, de que la acción fue real, es que cuando a la mañana siguiente Manolín Carrasco fue incinerado, un operario del horno crematorio incluyó la moneda medio fundida entre las cenizas con que llenó hasta colmatarlo, el jarrón funerario que entregaron a la Margari.
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Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 32

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No deja de tener Julián de Capadocia un fondo de coquetería, pues a pesar de lo austero de su vestimenta, siempre encuentra un pequeño placer cuando estrena alguna de las camisetas que le regala su amigo Rafalón, uno de los socios de "Multimarca Raylu", un taller de coches especializado en chapa y pintura. Cuando toca, así se presenta en la peña y, mal que bien, acepta las bromas de Pascual, el camarero. "¡Viene usted hecho un pincel con esa camiseta, señor Julián!", le dice, lo que provoca que se esponje un poco, como un palomo buchón. Pasado el trámite, Julián de Capadocia, ya ante su tinto con sifón, vuelve a sus intereses:

—Pensaba yo la otra noche que lo que no deja de ser confortable es tener la certeza de que todos y todo formamos parte del mismo mallazo, Pascual. Que, en el fondo, tú y yo, no somos más que un par de rábanos con consciencia.
—Hombre, señor Julián, un par de rábanos... Está lo del hálito divino...
—¡Qué hálito ni qué demonios! El Hombre no tiene hálito alguno; como mucho, lo que tiene es halitosis.

Por fortuna, en este punto, la conversación se interrumpe. Hay días en que Pascual no tiene demasiadas ganas de cháchara y Julián de Capadocia, no ayuda.
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lunes, diciembre 14, 2020

Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 31

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31

Con seguridad, la pregunta que más veces plantean a Julián de Capadocia los viandantes a los que aborda y que aceptan de buen grado mantener una charla con él, es sin duda: "¿Qué sentido tiene la vida?", cuestión que Julián zanja sin ambages: "Ninguno en absoluto, señor mío (o señora mía)", respuesta que, al igual que los movimientos automáticos de una apertura ajedrecística, viene seguida de otra recurrente pregunta por parte del interpelado: "Entonces, ¿para qué vivir?", que es respondida de inmediato con "Para tentar a la suerte. Cabe la posibilidad de que la vida se desarrolle divertida". Claro está que los más avispados de los interlocutores no se conforman con una solución tan tibia, y al igual que Pascual, el camarero, le plantean otra pregunta lógica: "Pero, ¿y si la vida que llevamos no es más que un continuo sufrir?". Es entonces cuando Julián facilita la respuesta que acaba con un jaque mate que, en un par de ocasiones fue literal: "Señora mía (o señor mío) no hay problema lo suficientemente grave que no lo arregle una soga de dos metros y medio de longitud".

Este final, sume a la mayoría de las personas en la desesperanza, cuando no en el completo vacío, por lo que, para compensar, Julián obsequia a los más débiles con alguna golosina que extrae de su bolso, la famosa Pera: un caramelo, un cigarrillo, un chicle de fresa... "Tome, consúmalo pensando que es el último caramelo que degustará en la vida; porque siempre habrá un último caramelo, no lo dude, como habrá un último de cualquier cosa. Hágalo con todo". A pesar de la buena voluntad que muestra Julián, las más de las veces, tanto el producto como el consejo son rechazados. Que si el caramelo produce caries y engorda, que si el tabaco mata, que si el chicle tensiona los músculos maseteros. Todo ello, ha llevado a decidir a Julián de Capadocia a sustituir esos elementos por barritas energéticas light de diversos sabores o por estampitas de Santa Celedonia. "Total, nadie va a salir del mundo de los espejismos", piensa el hombre. 
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Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 30

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30

Relató Julián de Capadocia ante su nuera Esmeralda la lección que recibió de su propio hijo, Diógenes, cuando, alarmados por la llamada urgente que habían recibido de don Servando Longoria, el director del sanatorio donde se hallaba ingresado el muchacho, acudió con Charo (fue aquel su último año de vida) vaticinando alguna desgracia. Pero por fortuna, no fue el caso. "Sabíamos que Diógenes es muy aficionado al dibujo y a la pintura, pero no hasta tal punto" —les comunicó en su despacho— "Pasemos a su habitación, por favor". Tras un largo pasilleo, Julián, Charo y don Servando, llamaron a la puerta de la habitación de Diógenes. El joven recibió a su padre con tirantez en el gesto y la palabra, no así a su madre, a quien abrazó con efusión. Pronto, los saludos dieron paso a la estupefacción. Los visitantes enmudecieron. Las paredes de la habitación estaban cubiertas de pintura: la de la derecha albergaba una copia de "La fragua de Vulcano" de Velázquez a su tamaño natural; en la de la izquierda, aparecía otra copia, en este caso, de "El nacimiento de Venus" de Boticelli en toda su extensión. Ambas eran perfectas de proporciones y colorido.

Es un maestro... Julianito es un maestro (recordemos que Diógenes es un nombre familiar) —comentó arrobado de asombro don Servando.
Pero, ¿cómo has pintado esto, hijo mío? —preguntó Charo.
Diógenes, levantándose de la silla, dejó vagar la mirada a través de la ventana enrejada.
Cualquier pigmento es digno. La laca de uñas que hurto a las cuidadoras, los pétalos de flores del jardín, los restos de comida, la pintura que abandonan los operarios, la tierra que alimenta a las lombrices, los excrementos... —Diógenes seguía enumerando elementos mientras sus padres y don Servando detenían su atención en una pared u otra. Sobre la sencilla mesa, se disponían unos libros de arte y unos cuadernos. La habitación se encontraba ordenada con una precisión maniática.
Ahora, preferiría estar solo —anunció Diógenes mirando al techo y dando la espalda a los visitantes.

El director sugirió salir del cuarto y Julián de Capadocia, cabizbajo, abrió la marcha, mientras su mujer, Charo, se enjugaba unas lágrimas con un pañuelo estampado de florecitas. Ya en el exterior, los lustrosos zapatos de don Servando que habían hecho crujir la gravilla, llegaron con él encima a la cancela de entrada, iniciándose la despedida tras una última charla mantenida en el despacho. "Julianito es un portento", comentó a los apesadumbrados padres, "y se encuentra en proceso de franca recuperación, por lo que, repito, pensamos que en po..." Fue entonces cuando escucharon la voz de Diógenes reclamándolos a grandes gritos desde la ventana: "¡Mamá, papá, por favor, volved un momento!". De nuevo alarmados, se dirigieron al interior del recinto y accedieron raudos a la habitación de Diógenes. El muchacho, que los recibió con una lata de pintura en una mano y una brocha en la otra, se limitó a decirles: "El verdadero valor de las cosas es su propia fugacidad". Quedaron de nuevo asombrados, porque tanto "La fragua de Vulcano" como "El nacimiento de Venus", habían desaparecido bajo una espesa capa de pintura blanca. El silencio que se creó en ese momento lo rompieron los abrazos que se dieron padre e hijo llenos de recíproca gratitud. "¡Qué gran lección he recibido hoy de ti, hijo mío!", dijo Julián de Capadocia con la voz tomada por la emoción.
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