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Me ha costado dos días de introspección memorialística dar con la clave que inició el proceso; pero finalmente lo he conseguido. Es esta:
"Las Hermanas Clavelitos
cantan cuplés muy bonitos"
En efecto, este pareado era el pie de página que acompañaba la ilustración de unas jirafas cantarinas que parecían actuar en un escenario que un público entregado había llenado de flores. Se contenía en uno de mis libros infantiles del que nada más recuerdo. Un libro todo de dibujos con un pareado bajo cada uno de ellos. Allí descubrí la divertida magia de la rima en su más pura sencillez. Tras esta iluminación, me dediqué día y noche a componer pareados con los que martiricé a los miembros de mi familia, en especial al tito Pepe.
— Mira, tito, la poesía que he escrito: "Aquellas montañas / están llenas de cañas". ¿A qué es bonita?
— Sí; muy bonita.
— ¿Y ésta?: "Por las noches / hacen ruido los coches".
— Sí; está muy bien.
— Pues tengo más. Verás otra: "Los elefantes / tienen las orejas muy grandes".
— Bueno, esa no pega mucho.
— Sí, es verdad, no pega bien. Pero otra más...
— ¡Que sea la última, eh!, que va a empezar el telediario.
— Vale: "En el autobús la gente / va de lado y va de frente".
— Venga, sí; muy bien. Lárgate ya, anda.
Supongo que mi producción de pareados llegó a ser inmensa y coñacísima, hasta que viendo los logros alcanzados, me atreví a afrontar un proyecto de mayor dificultad, pues una vez dominada la técnica, ¿qué me impedía escribir una poesía más larga?
No recuerdo tampoco qué me llevó al tema, pero el caso es que decidí componer en versos el proceso del pan, desde que el labrador siembra el trigo hasta que nos venden las barras en la tienda. Me costó un enorme esfuerzo, pero lo logré y me esponjé de satisfacción. Hasta conseguí incluir, como niño repelente que era, una palabra difícil —salvado— que pertenece al único fragmento que de aquella sentida oda guardo en la memoria: "el salvado se abre / la harina comienza a brotar / y se la dan al panadero / para hacer pan".
Entusiasmado con mi obra, la recité a la familia durante la sobremesa de la cena. Hasta bajaron el volumen de la tele. Era una poesía, como digo, de muchos versos y puse en su declamación mi vocecita más conmovedora. Incluso, llegada la parte de "el salvado se abre / la harina comienza a brotar / y se la dan al panadero / para hacer pan", moví los dedos de una manita como si descascarillara un puñado de granos de trigo ("el salvado se abre...") o como si amasara la harina a cámara lenta ("la harina comienza a brotar / y se la dan al panadero..."), deleitándome.
El éxito fue tan completo que cuando concluí mi rapsodia se hizo el silencio. Todos quedaron boquiabiertos, ¡tenían en casa a un niño poeta y lo mismo dejábamos de ser pobres! El primero que habló fue el tito Pepe para decir que aquello era imposible, que les había engañado, que lo que había recitado lo había copiado de algún libro. Aquello, claro está, me enfadó en la misma medida que me halagó (¡ay, qué desvalido se encuentra el hombre frente al halago!, como dijo Kundera). Pero fue mi padre el que sin salir de su asombro, balbuceó estremecido los cuatro célebres versos: "el salvado se abre / la harina comienza a brotar / y se la dan al panadero / para hacer pan", tras lo que decía, "qué bonito, qué bonito lo que ha escrito mi niño"... Sí, qué bonita fue para todos aquella noche mágica que aún llena de luz alguno de mis rincones cerebrales.
Y pobre mi padre, pobre papá, que murió sin llegar a conocer que muchas décadas después, el propio Antonio Muñoz Molina me concedería el alto título de Tercer Poeta Oficial de su blog personal. Seguro que, de saberlo, el dato lo hubiera llenado de emoción. Un beso, papaíto.
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