Observé que con este hombre indefinible nacido después de los dolores –más que humorista, me parece un constructo extraño al que los surrealistas se lo hubieran comido a pellizcos– se cumplía una regla: no todos sus seguidores tienen imaginación; pero sí les falta toda imaginación a sus detractores.
Viendo hace un rato una entrevista que le hizo Buenafuente en su programa, advertí que una de las cualidades de Chiquito fue predisponernos a ser felices por un rato, tan buena acogida tenía su gestualidad y su verborrea aplicadas a unos chistes tan malos como desarrollados en un continuo macguffin. La otra, la otra cualidad, fue renovar, enriquecer la lengua española como nunca antes había sucedido y como ningún literato o académico lo había hecho. Y así resultó que un día, de la noche a la mañana, una buena parte de la población de este país, sin distinción de clases, edades ni “sensibilidades”, desde Agamenón a su porquero, desde un jovencillo Puigdemont a un solemne juez del Supremo, se levantó de la cama ejecutando mímicas chiquitescas y adoptando sus expresiones y su delirante vocabulario, incluyendo esa asombrosa palabra, esa chispa de genio, que es “fistro”, la solución a todos los problemas lingüísticos porque todos los significados están contenidos en ella.
Ya sólo por eso, Chiquito era grande, tan grande que si su estatura se hubiera medido en bondad y modestia, hubiera podido jugar de pívot en la NBA; porque además –algo que muchos hubieran explotado con petulancia–, se daba en él la circunstancia de no mantener débito artístico con nadie: el producto que nos ofreció fue absolutamente original y sorprendente, lleno de inocencia, porque al final resultó que el pecador de la pradera, el torpedo sersuarl, el de las caiditas de Roma, las guarreridas españolas y el del hamatoma diodenarl y la Meletérica, era tan limpio de alma como el fistro de su corazón. Siendo así, ¿quién no iba a quererlo?
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