Los aforismos de don Julián de Capadocia, 01.
La sala de cine es enorme, con un aforo que parece ilimitado. En cambio, las dimensiones de la pantalla no son extraordinarias. Es una pantalla más bien pequeña. Frente a ella se organiza el graderío en una disposición tan inclinada que permite la visión de la película que se proyecta desde cualquier lugar y sin molestia alguna para los espectadores. La gente entra y sale de la sala a oscuras, iluminada apenas por los reflejos de la pantalla, el haz de luz del proyector y las linternas de los acomodadores. Al acceder a la sala desde las filas más altas, los nuevos espectadores son recibidos por ellos, que los ayudan a organizarse en grupos, u ocupan butacas solitarias. Lo mismo se reúnen varios amigos que al rato alguien se levanta y se dirige a un grupo de familiares, siempre en sentido descendente. O se sientan emparejados. O solos. Nadie permanece mucho tiempo en su asiento. Cuando deben cambiar de lugar, reclaman el servicio del acomodador. Los acomodadores tienen mucho trabajo. Se mueven con eficacia por los pasillos del graderío sorteando a los vendedores ambulantes de refrescos, atienden a los que ingresan en la sala, reubican a los que así lo solicitan, acompañan a los que son señalados hasta la salida. Aunque no lo admite el reglamento, aceptan propinas de los que desean retrasar el descenso.
La película se proyecta de manera continua y no se conoce la duración de su metraje. En la pantalla aparecen paisajes y animales, niños que se deslizan por un tobogán, obreros que construyen un rascacielos, un camaleón que devora un saltamontes, fragmentos de filmes expresionistas, las pirámides de Egipto, orquestas caribeñas, un anuncio de detergente, un volcán en erupción, una troupe de saltimbanquis. A los sonidos naturales se superponen bandas sonoras de películas memorables. Un hombre se afeita a los acordes de un adagio, una mujer decapita a un cordero mientras suena un motete barroco. Un bebé sonríe cuando escucha la voz de Audrey Hepburn. Desde un balcón, Mussolini aparece gritando sobre una cantata de Bach. Los espectadores siguen la proyección tan fragmentariamente como la proyección misma. Los acomodadores, incansables, se afanan en ubicar a cuantos entran y en tocar el hombro a los que deben salir de la sala siempre oscura. Los señalados parecen no enterarse, remolonean en las primeras filas, buscan monedas en sus bolsillos. Hasta el tercer o cuarto aviso no abandonan su butaca y se dejan acompañar por el acomodador hasta la pequeña puerta situada a la derecha de la pantalla. Cuando el acomodador los despide, los señalados se resignan al fin, levantan una mano como saludando. Mientras, sin detenerse en momento alguno, continúa la proyección, y en las gradas, prosigue el trasiego del gentío innumerable --espectadores, vendedores, acomodadores-- que abarrota la sala y la llena de ruido y de furia.
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