"Los dos regalos"
(Cuento de Navidad)
Cojeaba porque llevaba medio
roto un tacón del zapato. Caminaba calle arriba hasta la altura de un buzón.
Allí encendía un cigarrillo y emprendía la vuelta abajo. El otro hito era una
papelera desvencijada. Cuando llegaba, el cigarrillo se había consumido. Tiraba
la colilla al suelo y luego, vuelta a empezar.
En el decimoquinto o
decimosexto trayecto buscó en el bolso el lápiz de labios. Al revolver en el
interior sus dedos tropezaron con la fotografía. Bajo la luz de la farola
observó los ojos que la miraban desde la cartulina. Era un rostro juvenil que
conservaba aún curvaturas infantiles el que sonreía en la imagen. Una muchacha
bellísima con cabellera de fuego. Se echó a llorar y el rictus de la boca
mostró a nadie unas encías casi desdentadas. Siempre le pasaba lo mismo. Temía
revolver en el bolso y no vencer la tentación de recibir el golpe del pasado.
Cuando se calmó besó la foto, la guardó y se pintó los labios. El escaparate
oscuro de una ferretería hizo de espejo.
Un coche solitario le dedicó
un largo bocinazo. Las ruedas pasaron tan cerca del bordillo que le salpicaron
las medias con agua residual. No tuvo ánimos para responder con un gesto
obsceno.
Luego se estremeció y cruzó
los brazos sobre el pecho. Sudaba bajo el abrigo imitación piel como si la
noche fuera de verano. Pero era diciembre. Desde algunas ventanas llegaban
voces y la intermitencia de lucecitas de colores. Las ventanas, a veces, son
como calendarios. La soledad recogía el eco de sus zapatos como único vestigio
de vida en la calle. Frente a ella, los solares y la iluminación lejana de un
polígono industrial.
Cerca del buzón había un
teléfono público. Aún funcionaba pese a estar casi destrozado a martillazos.
Metió varias monedas. Tuvo que marcar tres veces porque el temblor de las manos
la llevaba a equivocarse continuamente.
—...
—¿Oye? ¿Me oyes?
—...
—Me prometiste traerme costo
para un pico cuand...
—...
—¿Tres horas? ¿Todavía te voy
a esperar tres horas, jod...
—...
—¡Nadie! ¿Quién va a haber? Ni
los canallas como tú están ahora en la ca...
—...
—Canall... Sí, un canalla, eso
es lo que eres, un cerdo y un canalla...
Colgó.
De nuevo se puso a llorar.
Golpeaba con la cabeza el teléfono. Pero sin mucha fuerza.
Retomó el paseo esperando tal
vez el milagro de un cliente. El caso es que se produjo. Un coche que venía en
su dirección fue aminorando la marcha. Dio un paso atrás para evitar nuevas
salpicaduras. El coche se detuvo a su lado y el ocupante bajó un poco la
ventanilla.
—¿Cuánto
llevas, niña?
Se acercó intentando que el
tacón roto no estropease un contoneo que quería ser sugerente. Ambos lados del
abrigo fueron como dos puertas que se abriesen para enseñar una colección de
huesos apenas vestidos por una camiseta publicitaria, unas medias y un tanga de
fantasía de tejido barato.
—Treinta
o cincuenta, depende de lo que quieras que te haga.
—¿A domicilio también?
—También.
—Pues móntate y arreando.
Subió al asiento de atrás. Su
cicatriz en la cara le recordaba siempre que nunca debía sentarse junto al
conductor. El cliente volvió la cabeza como si fuera un taxista que preguntara
una dirección.
—Hola,
guapetona. Vamos a pasar un buen ratito, ¿verdad?
—A lo mejor. Pero como me vuelvas
a decir guapetona me bajo, ¿has entendido?
—Huy, huy, qué humos tiene la
niña... Alegra la jeta, que es Nochebuena, mujer.
El hombre condujo veloz por
las avenidas desiertas. El espejo retrovisor retrataba su cara gorda y su barba
blanca. De haber llevado un gorro rojo con borlón hubiera sido imagen exacta de
Papá Noel.
—¿Vamos
muy lejos? Te lo digo porque luego me tienes que traer.
—Qué va, es aquí al lado. Ya
llegamos.
Tras alcanzar una bocacalle
oscura, se abrió el portalón de un garaje subterráneo. El hombre maniobró hasta
dejar aparcado el coche. Luego se sacudió las manos con satisfacción.
—No
habrá que subir escaleras, ¿no? Tengo un zapato roto.
—Pues vaya palomita que me he
buscado... Es broma. Hay ascensor. Venga, mueve el culo.
Alcanzaron un vestíbulo y el
hombre apretó un botón luminoso. Se oyó muy arriba un estrépito de mecanismos.
—Hoy
te habrán dicho muchas veces Papá Noel.
—Imagina. Cuando llegan estos
días es un latazo. Hasta he pensado afeitarme la barba y ponerme a régimen. Ni
andar puedo por la calle con tantos niños cabrones. Son la peste.
—¿Y siempre te entra el
apretón en Nochebuena, papanoel?
—Paso de estos rollos. Pero
sí, al menos me la ponen gorda, jé.
La puerta del ascensor se
deslizó dejando paso a un flash de luz lenta. En la cabina, la barriga del
hombre apenas dejó espacio para ella.
—Mierda,
un ascensor con espejos. No aguanto los putos espejos.
Se tapó la cara con el bolso
de plástico. Un goterón de sudor se deslizó desde la nuca. Bajo el abrigo
recorrió toda la espalda y cayó finalmente entre sus pies. Luego siguieron
varios goterones más hasta formar una mancha mínima sobre la moqueta.
—No se
te ocurrirá mearte aquí, ¿verdad?
—Es sudor, gilipollas. ¿No ves
el monazo que tengo?
—Pues aquí llevo yo un
platanito para ese mono, paloma. Un buen platanito.
El hombre rió su propio chiste
a la vez que le alzaba la barbilla. Ella despreció el gesto girando con
brusquedad la cabeza. Revoloteó su pelo de estropajo.
—No
protestes. Vamos a pasarlo bien.
El ascensor se detuvo y
salieron a un pasillo iluminado tan solo por una lámpara de emergencia. El
hombre sacó un manojo de llaves y abrió la puerta. La única de la planta.
Encendió la luz del recibidor y con el brazo le ofreció la entrada.
—Pasa
a mi nidito, gorriona.
Iba encendiendo luces a medida
que se internaban en la vivienda. Llegaron a un salón y ella se desplomó en un
sofá. Sujetando el bolso se dobló por la cintura. Tiritaba. El hombre mientras
tanto se quitó el abrigo de cuadros, lo arrojó en un sillón y se quedó
mirándola acariciándose la barba. Ella encendió un cigarrillo. Agitó el fósforo
para apagarlo y lo tiró al suelo. Dio una calada profunda y echó el humo por la
nariz.
—Págame
ahora y empecemos de una vez.
—¿Cómo? ¿Pago por adelantado?
Tranquila niña. ¿No te apetece antes una copa?
—Escucha papanoel, no he
venido a un bar. O me pagas ahora o me largo.
El hombre sacó la cartera de
un bolsillo trasero del pantalón. Chascó la lengua como si ahuyentase a un
perro. Contó unos billetes y se los alcanzó formando una pinza con dos dedos.
—Cincuenta.
Y diez de propina. Es Nochebuena.
—A la mierda la Nochebuena. Vamos
a lo que vamos.
Guardó con fastidio el dinero
en el bolso sin contarlo. Aplastó con rabia lo que quedaba de cigarrillo en un
cenicero. Se levantó y también se quitó el abrigo. Se ajustó las medias que
formaban arrugas a todo lo largo de sus piernas flacas. Sobre el ombligo
llevaba el tatuaje de una serpiente arrollada en un corazón. Adoptó una postura
en la que el patetismo vencería siempre a la procacidad.
—¿Aquí
mismo te viene bien, papanoel? Si no tienes gomas yo llevo en el bolso.
—¿Gomas? Escucha, te he dado
diez de propina. Tengo alergia a las gomas.
—Pues sin goma son veinte más,
a ver qué te has creído. Además tengo el bicho dentro, te lo advierto.
—Me gusta el riesgo... Y deja
ya de joder con las prisas, eh. Primero quería hacerte un regalito que seguro
te va a encantar. Una sorpresa.
—No me gustan las sorpresas,
papanoel. No me gustan las sorpresas. Así que no me sigas jodiendo, te lo pido
por favor, ¿no ves cómo estoy?
Se volvió a sentar en el sofá
como un pájaro que cayera al vacío. De nuevo acudió un llanto que agitaba sus
hombros y clavículas. Una frágil estructura de alambres. El tipo tomó de una
estantería un pequeño cofre de madera con motivos hindúes y lo puso sobre la
mesa del sofá. Abrió la tapa. Ella se limpió de lágrimas y mocos con el dorso
de la mano. Miraba sorprendida los objetos que, uno a uno, iba sacando del
cofre. Una cinta de caucho, una cuchara, un papel doblado y una jeringuilla
nueva embalada aún en su aséptica funda de plástico. El llanto dio paso a una sonrisa
que mostró sin pudor su dentadura almenada.
—Los
avíos del puchero, paloma. ¿Te gusta o no te gusta ahora el regalo de tu Papá
Noel?
—Joder, tío, no me jodas...
Dime que no estoy soñando.
—Ahora te traigo agua. ¿Te
sirve una vela para hervirla?
Mientras él iba por el agua,
abrió la papelina y con la punta del meñique humedecida en saliva atrapó un
poco de polvo blanco. Lo saboreó como algo delicioso y un breve fulgor incendió
sus ojos con una belleza pasajera.
El hombre trajo una botella y
una vela roja. Le pidió los fósforos y la prendió. Dejó caer unas gotas de cera
sobre la mesa y en ellas fijó la vela. Con el temblor del ansia, sin ninguna
vergüenza, procedió con el ritual mil veces repetido atándose la cinta de goma
en torno a un brazo escuálido curtido por el sarampión de las picaduras.
—¿Y es
jaco? ¿Jaco de verdad, papanoel? Sabía raro pero guay.
—¿No te fías de mí? Caballito
del bueno, niña. Vas a galopar.
—No puedo fiarme o no fiarme.
Ahora me metería lo que fuera.
El agua mezclada con el polvo
bullía en la cuchara sobre la llama oscilante de la vela. Con sus pocos dientes
apretó la goma dejando libres las manos para llenar la jeringuilla. Luego se
golpeó el interior del codo buscando el estímulo de las venas y pinchó. Con
lentitud hizo entrar el líquido y luego bombeó extrayéndolo y mezclándolo con
sangre. El contenido tomó un color escarlata difuso antes de desaparecer por
completo. Cerró los ojos, suspiró muy hondo y dejó reposar la nuca en el
cabecero del sofá.
—El
cielo. Ahora estoy en el cielo, papanoel. Un pico así vale lo menos sesenta o
setenta. ¿Por qué me lo has regalado?
—¿No lo deseabas?
—No te imaginas cuánto... No
lo puedes imaginar.
El hombre se sentó junto a
ella y recogió todos los elementos con cuidado. Le quitó la goma y la dejó en
la mesa junto a la jeringuilla. Observaba curioso sus ojos entrecerrados y su
boca balbuceante de tranquilo placer.
—Sabía
que era tu mayor deseo, paloma.
—Qué jaco más bueno... qué
jaco más bueno, papanoel... Tengo siempre otro deseo pero es un secreto. Nunca
se lo digo a nadie. Ay, qué jaco...
—¿Ni siquiera a mí?
—Ni a ti. Es mío. Lo único mío
que me queda... ay, qué jaco más guay... Anda, se bueno y déjame relajarme un
rato. Luego ya verás... te voy a hacer todo lo que quieras... lo que se te
ocurra... papanoel... un regalo...
El hombre esperó unos minutos
hasta tener la certeza de que había quedado completamente dormida. Le alzó un
brazo y lo dejó caer. Después hizo lo mismo con una pierna. Luego le quitó los
zapatos y las medias salpicadas de barro. Se incorporó y se acercó hasta un
mueble. Abrió un cajón y cogió del interior unas tijeras. Volvió a ella y cortó
la camiseta publicitaria para desnudarla sin esfuerzo. También cortó la cintura
del tanga. Sin ropa, el cuerpo desnudo era el de un ave desplumada.
Con todo cuidado la levantó en
brazos y se dirigió con su carga a un pasillo. La cabeza caía hacia atrás
soltando una melena como un reguero de estopa apelmazada. Los pies colgaban
mostrando sus tendones aristados. Fue abriendo con la espalda puertas encajadas
hasta llegar finalmente a una habitación. Con el codo accionó el interruptor de
una lamparita de noche. Al dejarla sobre la cama el cuerpo se crispó un segundo
y tuvo que esperar a que se calmara de nuevo. De un armario sacó un paquete
envuelto en papel de regalo. Trató de no hacer ruido al abrirlo. Era un pijama
de felpa estampado de ositos y estrellas de colores. Tuvo que esforzarse pero
pudo vestirla sin brusquedad. Después la alzó de nuevo, abrió las mantas y
depositó allí su leve cargamento. Fue arropándola con cuidado sin prestar
atención a sus balbuceos de bebé, pero pudo ver que sus ojos se entreabrían un
momento, brillantes y acuosos. Colocó bien el embozo poniendo toda la
delicadeza que pudo en cada pliegue. Le dio unos golpecitos en el brazo que ya
debía sentir la calidez de las mantas y, finalmente, se acercó a su cara. La
besó en la frente. Tal vez las cosquillas de su barba blanca la devolvieron un
momento de su nebulosa.
—...
Era mi secreto... el mío.
—Chsss... Ya lo sabía. Ahora a
dormir, chiquilina. Es Nochebuena.
El hombre salió de la
habitación dejando la lamparita encendida. Luego cerró la puerta y se frotó las
manos.
De nuevo en el salón hizo una
llamada desde un teléfono móvil. Mientras esperaba contestación se fue poniendo
el abrigo de cuadros.
—...
—¿Oyeee? ¿Estáis ya en la
calle?... Sí, he acabado. Ahora mismo bajo.
*****
Se reunió con los otros en la misma puerta de
acceso al edificio. Uno, ya mayorcito, iba vestido todo de cuero negro, llevaba
una larga barba castaña y aunque medio calvo, el pelo lo recogía en una coleta.
El otro era un negro decrépito al que parecía venir grande la ropa. El pelo
blanco de borra en contraste con la oscuridad de la piel lo hacía negativo de
fotografía. Si hubiera llevado una trompeta en la mano se confundiría con un
anciano jazzman. El de la coleta amagó un golpe de broma sobre la barriga del
barbablanca.
—Eh,
deja el boxeo para luego. No perdamos tiempo y vamos cuando queráis.
—Tranquilo, tenemos toda la
noche ¿Salió bien lo tuyo?
—Perfecto. Tuve que emplear el
lenguaje duro porque es al que está acostumbrada. De otra forma se hubiera
asustado. Al final se tragó el anzuelo del somnífero. Hubiera sido mejor darle
un baño caliente pero temí espabilarla. De todas formas he dejado una nota en
la mesilla. Ya la leerá mañana cuando despierte. ¿Y lo vuestro?
—Bien, todo bien también. Bueno,
éste como siempre, quejándose de no ir en coche, ya sabes.
—Tengo uno en el garaje de
aquí, si queréis...
—Deja, ya sabes que le
conviene moverse.
—Ay, zeñó, zeñó... Tóooa la
santa noche cami'ando y cami'ando.
Echaron a andar mientras el barbablanca
charlaba con el de la coleta. El negro se fue adelantando calle abajo.
Barbablanca miró hacia arriba y comprobó el resplandor tenue que salía de una
ventana. La señaló a su compañero.
—Pobrecilla.
Un pijama de niña, una cama calentita, que la arropasen y que le dieran un beso
de buenas noches. Era todo cuanto quería. Pobre, pobre chiquilla.
—Sí, pobre gente toda. Más de
dos mil años visitándolos y siguen igual, empeñados en la infelicidad.
—Llegó a confundirme con él.
Es increíble que soporten su ridícula campanita y su jojojó. No lo habréis
visto, ¿verdad?
—Ni olerlo. Nos hemos
adelantado a su zona.
—El caso es que el trabajo se
nos acumula con esto de la nueva campaña de re-captación. La cuestión es
restarle clientela, ya lo sé, pero me siento raro trabajando hoy.
—Bah, un día de más qué
importa... Eh, mira ése la marcha que ha cogido... ¡Eh, negrito, no te
adelantes tanto!... "Mami qué será lo que quiere el neeegroo... Mami que
será lo que quiere el neeegrooo..." ¡Espéranos, hombre!
—Déjate, déjate que ya sabes
el pronto que tiene.
El negro desapareció al doblar
una esquina. Segundos después sucedió lo mismo con el de la coleta y
barbablanca, pero antes volvió a mirar hacia la ventana levemente iluminada. Silencio.
Cuando alcanzaron al negro, una estrella fugaz rasgó el cielo y por todo
rastro, flotando en el aire, quedó tras ellos un finísimo polvo de oro.
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