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LA LUNA DE DON RAIMUNDO
(Cuento de Navidad)
Para Hermi, Sr. Cualquiera, Ángela, Carmela y Albertiyele.
De la Navidad que, fuera de los años infantiles, guardo un recuerdo más claro es sin duda la de 1991, la más precisa en la memoria aunque sólo sea porque la revivo cada vez que miro a la luna.
Comenzó y terminó al tener la charla más mustia de mi vida ya que como interlocutor tuve a don Raimundo, el hombre más triste que he conocido jamás. Será difícil repetir la experiencia pues las especiales circunstancias que se dieron cita aquella noche son ya imposibles; era Nochebuena como dije, yo me encontraba inmerso en un proceso de divorcio que me había arrojado a una soledad impensable y sobre todo, porque don Raimundo ya no está entre nosotros. Pero antes de continuar y para dejar clara la personalidad singular de aquel hombre debo retroceder, por ejemplo, al día posterior a su desaparición y rememorar aquella oficina de donde don Raimundo fue virrey arrinconado.
Verán. Para cuando decidimos que la naturaleza de don Raimundo era inmortal, y que su presencia en el departamento no sólo provenía de aquel pasado remotísimo al que por edad no podíamos pertenecer sino que además se prolongaría hasta que todos y cada uno de nosotros hubiéramos pasado a la categoría de jubilados, el hombre falleció.
Fuimos muchos los que sentimos su muerte, claro está; pero en cambio otros no tardaron en celebrar, primero de manera discreta y luego abiertamente, el final de aquella presencia que parecía contagiar la pesadumbre del luto y el mal fario de un vuelo de murciélago. A Gómez Roca, por ejemplo, no le costó mucho olvidar a don Raimundo, pues con la ayuda de unos cuantos amontonó en el patio de Contribuciones su viejo mobiliario ya inútil. Ante el remedo de meterle fuego convirtiéndolo en una falla oficinesca, Sanrromán y yo mismo le paramos los pies de inmediato, porque ya sabemos todos cómo se las gasta Gómez Roca. Es de ésos que la dan a la entrada o a la salida. Así que con la fiesta aguada, aquel bobo tuvo que admitir que los conserjes se lo llevaran todo: la mesa, la vetusta butaca giratoria, el archivador y el lote de cachivaches anticuados entre los que don Raimundo se había encastillado en cuarenta y cinco años de trabajo en la oficina. Luego que hicieran lo que fuera; venderlo a los traperos, regalarlo a los ex-drogotas recicladores o donarlos a un museo de antigüedades burocráticas si tal cosa existiese.
El caso es que cuando retomamos la normalidad y a pesar de que el rincón de don Raimundo fue ocupado por Marimar, una jovencita con contrato temporal que era como si cada mañana a las ocho penetrara por la puerta un anuncio de colonia de baño, llegamos a echar de menos la costumbre diaria del saludo a don Raimundo, el hombre que siempre era antecedido por los espejos de sus zapatos cuando entraba en el despacho. El brillo del betún lustrado era la única concesión que se permitía a lo mate de su persona, la única osadía luminosa a la oscuridad de sus jerséis y de sus trajes, "Yo siempre como De Gaulle", decía, "trajes gris carbón. Mi color preferido". Hasta entonces nunca había escuchado definir la tristeza con tanta precisión textil.
Cuando llegaron al departamento los primeros ordenadores, don Raimundo aún andaba embelesado con su maquinita Dymo de hacer rótulos, la que grababa palabras en tiras de plástico adhesivo de colores. Años después de su adquisición todavía encontraba expedientes que marcar y carpetas que clasificar con aquel invento. A ello lo ayudaba Gómez Roca, que aguantando la risa que a él mismo provocaban sus bromas, le acercaba toda clase de objetos para ser identificados sabiendo el gusto de don Raimundo por tener la oportunidad de confeccionar un nuevo letrero. "Por favor, don Raimundo... ¿le importaría hacerme un rotulito para mi grapadora para que no se la apropien estos canallas?", "En qué color lo prefiere, joven, ¿verde, rojo, marrón?", "Esa decisión la dejo en sus manos, don Raimundo. Escoja usted el que considere adecuado". Y se marchaba con la mano puesta en la boca.
Fuera de estas burlas de las que no parecía percatarse, para poco más podíamos contar con don Raimundo, pues voluntariamente se exilió en el rincón donde se situaba la percha de brazos sin que nadie recordase haberlo visto alguna vez en el bar compartiendo el café mañanero o las cervezas de la hora del aperitivo. Allí se hizo organismo arqueológico y construyó su inexpugnable virreinato al que, fuera de Gómez Roca y sus bromas, era difícil acceder. El tiempo y la tecnología se detuvieron en aquel rincón porque, como dije, cuando a nosotros empezaron a hipnotizarnos las pantallas de ordenador a las que la fosforescencia verde de los textos y contabilidades convertía en acuarios negros con pececillos de neón, don Raimundo seguía dando uso a sus grises gomas de borrar tinta y al sacapuntas metálico de sobremesa, el aparato que llevaba funcionando un siglo y que continuaba impregnando el ambiente con la fragancia de cedro de su lápiz azul y rojo cada vez que lo afilaba.
A pesar de todo, la naturaleza triste de aquel hombre me resultaba llamativa por lo misteriosa y entendí que podía ser una de esas personalidades anodinas que luego, en su vida privada, despliegan una actividad interesante. Tal vez don Raimundo fuera un pintor excepcional al que la timidez obligara a esconder el mérito de su obra, o uno de esos escritores cuya muerte descubre en un cajón una novela genial, o siquiera practicara una filatelia meticulosa. El que nadie tuviera dato alguno de su vida fuera de la oficina multiplicaba tanto el misterio como las ganas de desvelarlo. Pero no fue, como dije al principio hasta el 24 de diciembre de 1991 cuando una serie de circunstancias favorables me permitieron acercarme a él.
Sería prolijo explicar el qué hacíamos todavía ambos en la oficina a las nueve y pico de la noche en vez de estar cada uno en su casa con su familia. Diré que concluíamos unos balances, una tarea que en principio sólo a mí correspondía pero para la que don Raimundo se había ofrecido a ayudarme.
"Mire, García", me dijo, "estar aquí con usted no me causa disturbio alguno.Total, nadie me espera esta noche". Agradecí su ayuda, claro, pero constatando a la vez algo impensable apenas un año antes. Con dolor tuve que admitirlo: "A mí tampoco, don Raimundo". Fue así, sin sospecharlo, como se me presentó la oportunidad de poder intimar con aquel hombre al que iba cobrando afecto a medida que imaginaba para él, como antes dije, una existencia incluso admirable.
Cuando terminamos el trabajo, cerca ya de las once, y sin esperar a que don Raimundo concluyera su despedida, me ofrecí a acercarlo a su casa en mi coche. Le convenció la imposibilidad de encontrar a aquella hora un taxi a lo que se añadía una nevada que haría peligrosa y agotadora la caminata que parecía estar dispuesto a emprender. Al final, sentado a mi derecha, imperturbable mientras yo me refregaba las manos y resoplaba de frío esperando que el interior del coche se calentara, pensé en Gómez Roca que a esa hora celebraría el rito anual de la cena familiar, el Gómez Roca que manejaba la teoría de que la tristeza de don Raimundo era un mal contagioso y del que por tanto había que alejarse. ¿Se creería que en ese momento éramos compañeros de soledad, don Raimundo con su viejo maletín entre las piernas y yo, que proyectaba meterme en la cama y taparme la cabeza con el edredón en cuanto llegara a casa?
En el camino, don Raimundo quiso pagar con confidencias mi favor, y así, mientras cruzábamos las calles desiertas a las que la iluminación navideña hacía más solitarias aún, respondió a mis preguntas después de haber yo allanado el terreno con pueriles comentarios sobre la noche de perros que teníamos encima.
--¿Familia? No, no. Vivo solo. Antes, y después de morir mis padres, compartí la vivienda con una hermana soltera, pero ella murió el año pasado.
Con este resultado tremendo por respuesta quise arreglar la indiscreción de la pregunta, pero sólo conseguí aturrullarme en excusas que don Raimundo interrumpió agitando la mano.
--No se preocupe, García. Así son las cosas, mi sino. Siento haberle decepcionado porque supongo que usted, como otros antes, había imaginado para mí una existencia fabulosa, ¿verdad? Pues no. No hay más cera que la que arde, querido amigo. Vivo con tres gatos, y en ellos y con la ayuda del tiempo he sabido encontrar refugio a mi tristeza congénita y también a mi escepticismo.
--Bueno, yo creí que...
--No, no crea nada García. Por otra parte, siempre fui así. Es una enfermedad de nacimiento y, tal como supone Gómez Roca, contagiosa, ¿o es que cree que no estoy al tanto de sus comentarios en voz baja y de sus risitas? Le cuento una anécdota aprovechando estas fechas... ¿sabe lo que le pedí a los Reyes Magos de regalo cuando apenas tenía siete u ocho años? Un paraguas. Un paraguas negro. Por si llovía. Ya ve.
Por mi parte quise excusar a aquel bocazas de Gómez Roca pues yo mismo había participado algunas veces en aquellos conciliábulos donde se proponían nuevos motes para don Raimundo o se le adjudicaba el protagonismo de extravagantes leyendas.
--Mire, García, no quiero que se sienta obligado hacia mí; es más, usted es joven y a pesar de la desagradable situación que vive y de la que estoy informado, le aseguro que a la larga, el contacto con personas como yo puede perjudicarle. No alivio soledades y menos en una noche tan señalada como ésta.
--Pero bueno, don Raimundo --protesté--, me habla en unos términos que parecen una colección de supersticiones. Puedo asegurarle que entre los compañeros de la oficina se le tiene en gran estima a pesar de ese desapego voluntario que mantiene; pero de la misma manera le aseguro también que en ese papel de gafe con que usted se empeña en verse no se lo adjudica nadie.
--Lo agradezco, no crea. Pero imagino que a ello habrá ayudado mi retiro a aquel rincón donde sigo con mis rotulitos y mis garambainas inútiles. Fuera de ello, créame, no existe nada. Mi vida es la oficina porque todo lo demás es terrible. Verá cómo lo entiende con un simple ejemplo: tuve una novia, claro que sí. Durante un paseo con ella por un parque, y tal como hacen los enamorados, grabé en un tronco un corazón atravesado por una flecha. Sobre él puse las iniciales de Matilde, así se llamaba. Debajo escribí las mías. Salió huyendo de inmediato. No sé si sabe que mi nombre completo es Raimundo Izquierdo Peñas. Comprenderá que con unas iniciales como las mías, el amor me está vedado. Imagine el resto.
No encontré qué responder a aquello del corazón, así que conduje en silencio, empezando a sentir que la tristeza de todo lo que contaba aquel hombre me iba anegando como un aceite negro. Al final Gómez Roca iba a tener razón con su teoría del contagio. Don Raimundo pareció leer mis pensamientos:
--Por eso me va a permitir que no le invite a subir a mi casa, a tomar una copa como sería lo natural. Créame, García; ese don Raimundo para el que fuera de la oficina usted imagina una vida completamente distinta, no existe. Ese don Raimundo es una esfinge sin enigma. Así que hágame caso, déjeme allí, donde está el buzón de correos y continúe hasta su domicilio.
Así lo hice. Detuve el coche, don Raimundo se despidió cortésmente estrechándome la mano y alzando levemente su sombrero lúgubre:
--Ya le digo, siempre fue así. Como cualquier adolescente, al menos de los de mi época, tuve algunos escarceos poéticos. Dediqué versos a varias muchachas, entre ellas a Matilde, al otoño o a las gaviotas. También a la luna, no faltaba más. Pero cuando vi las primeras imágenes de la Luna, de la Luna de verdad, la que pisaron aquellos astronautas, no a la que yo hacía versos, se me quitaron las ganas de continuar con la poesía....
Se bajó no sin antes hacer un último comentario antes de cerrar la puerta:
--...Y es que García, yo lo veo así, la luna no es más que una piedra aburrida. Eternamente aburrida y triste.
Sin imaginarlo, aquella fue la última vez que hablé con don Raimundo; pero sin imaginarlo tampoco, aquella conversación marcó una impronta de la que desde entonces no he sabido desprenderme. Al llegar a mi casa, limpio el cielo navideño tras la nevada, la luna que miré acompañando a las estrellas
fue ya para siempre una piedra aburrida. Y triste.
Sap, es.humanidades.literatura, 2007.