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El ciprés se internaba en el cielo cobalto como la punta de un enorme lápiz verdinegro. Bajo el tejido de encaje de sus hojas, a la república de los gorriones, piadora, activísima, poco le importaban las desdichas humanas. Al pie del tronco, el cuerpecillo rosado de un gorrión caído del nido era devorado por una legión de hormigas en rebullente masa oscura. En aquella imagen quise encontrar la metáfora ideal del destino. Para morir sólo es necesario nacer. A diferencia de nosotros, pobres humanos integrantes del cortejo, los pájaros aceptaban las reglas de la naturaleza con ejemplar resignación. ¿A qué el llanto y la pena? Rezagado en la comitiva, me pareció una broma la mañana esplendorosa de verano. Nosotros allí y otros, en cambio, disfrutando de las horchatas, cerveceando en los bares, llenando botijos mientras, el sol, testigo inmutable de la desgracia, se encargaba de sacar brillos de caramelo al féretro de Rafael.
¡Ay, Rafael, Rafalito, qué lujo puso Dios la mañana de tu entierro! La inhumación de tu cadáver nos volvió a unir, Rafael. Allí estábamos todos tus amigos para acompañarte, Eulalia, tu viuda; el perfil azteca de Quautemoc que con las duras sombras adquiría majestad de estatua precolombina. Y tu hijo Rafalín con su novia Encarni. Pobre. Pobre Rafalín. Las lágrimas no conseguían descomponer la gallarda presencia que le prestaba su uniforme de Alférez de Complemento. Entonces evoqué nuestra aventura, la que nos unió en imperecedera amistad. Fue Rafalín, el hoy apuesto militar transido de dolor, el protagonista. ¿Acaso tu cuerpo inerte, Rafael, pudiera recordar? Si no es así, yo lo haré por ti.
La alegría por el nacimiento de vuestro hijo se vio empañada a los pocos días por la rara malformación. Un niño que a los pocos meses se mostraba tan risueño fue marcado por el horror de aquellas cejas monstruosas. Sobre el arco superciliar, un abultado verdugón violáceo lo recorría de punta a punta como una visera simiesca, creciendo sobre él manojos de gruesos pelos negros que más parecían cerdas metálicas que vello infantil. Pobrecito ahijado mío. ¿Quedó algún especialista que no visitáramos? Recorrimos en vano las consultas de los más prestigiosos facultativos. Sólo el doctor Castellví pudo abrir una puerta a la esperanza tras el terrible diagnóstico.
—Siento comunicarle que su hijo de usted sufre el síndrome de
Paquito Meléndez.
—¡¿El síndrome de
Paquito Meléndez?!
—En efecto. Una rara enfermedad que lleva el nombre del primer niño que la padeció.
—¿Nada que hacer entonces, doctor? ¿Deberemos seguir manteniendo oculto a nuestro pequeño?
—Existe una posibilidad. La de mi colega el doctor Nipplemann, el máximo perito en casos como el que nos ocupa. Vayan a él. Tiene una clínica privada en Nueva York.
Eran años duros, Rafael. Conocí tu esfuerzo por recaudar dinero pero también tu agradecimiento al aceptar el mío. ¿Siendo padrino del niño iba yo a dejaros en la estacada? Sin pesar vendí la finca, adquirí los pasajes y me embarqué con vosotros en la singladura. En aquella década de los treinta, Nueva York nos parecía el lugar más lejano del mundo y, para qué negarlo, me sentí atemorizado. Guardo de la partida una imagen entrañable: Eulalia, tu esposa, desenvolvió a Rafalín del mantón donde siempre lo escondía a las miradas de extraños y tomándole una manita la agitó como despedida a nuestra patria. Estábamos acodados en la cubierta del buque y la línea de la costa, poco a poco, se diluyó en la lejanía.
La ciudad nos sorprendió con su fasto de luces, con sus miles de rostros paseantes. Tras instalarnos en un hotelito de la calle 38 que regentaba un salmantino, comenzaron las diarias visitas a la clínica del doctor Nipplemann. Allí conocimos al internista Quautemoc, el mejicano hierático que luego se vino con nosotros a España para empezar una nueva vida. Fue él quien amenizó nuestras tardes haciendo de guía a través de las avenidas tumultuosas. Era un impacto aquel Nueva York al que la nieve parecía engalanar para recibir las Navidades. La ciudad bullía alegre, olvidada ya de los extremos de la crisis bolsística.
A pesar de todo, los días se fueron sucediendo dolorosos. El caso de Rafalín era grave, muy grave. Tras doce pruebas distintas y varios estudios, el doctor Nipplemann no quiso ocultar su pesimismo. A través de Quautemoc como intérprete, nos hizo saber su última decisión. El 27 de diciembre, Rafalín debía ser ingresado para efectuarle una intervención donde se emplearían los más modernos adelantos. Pero había diez posibilidades contra una de fracasar. No había nada que perder y decidimos quedarnos. Pasaríamos la Nochebuena en el hotel de la 38.
Y qué Nochebuena, ¿verdad, Rafael? No sabría describir tanta tristeza. Los tres sentaditos en torno a la mesa diminuta sin ganas de nada mientras en el exterior la vida se manifestaba alegre, plena de dicha. Rafalín, en la habitación de al lado, dormía en su cunita su sueño inocente. Las cejas por aquel entonces, ya le habían llegado a cubrir sus ojazos verdes. Pero el bueno de Quautemoc, cuando nos hizo la visita, no se resignó a vernos así. Sus palabras cariñosas llegaron a animarnos un poco. Como Nueva York se encontraba en plena Ley Seca, pagué a precio de oro una prescripción para la farmacia. Quautemoc se encargó de todo. Al poco rato volvió con el producto de la receta: una botellita de vino español. ¡Vino español, Rafael!
—Ha costado mucha platita y platicar mucho en la farmasia pero, híjole güey, aquí lo tienen. En cambio, nada de los turronoootes y polvoronoootes que tanto añoran, cuates.
El vino de nuestra tierra bebimos en tierra extraña. ¡Qué bien que sabe ese vino cuando se bebe lejos de España! Por ella brindamos todos entregándonos a los abrazos. Pero Quautemoc además nos había traído una sorpresa, un disco de pizarra que colocó en el gramófono e hizo sonar durante los brindis. Callad todos, dije yo, y un pasodoble se oyó que nos hizo recordar. Todos lloramos a los compases de
"Suspiros de España". Escuchando esa música incluso Quautemoc se dejó arrastrar por la emoción y se abrazó a una Eulalia sin consuelo.
Daban las doce en el reloj, el mundo cristiano celebraba la llegada del Niño Dios, cuando desde la otra estancia y como alegre borboteo de agua, nos llegó la risa de Rafalín. Hacia allá corrió Quautemoc, extrañado tal vez por esas carcajadas que nos suspendieron en mitad del pasodoble y las lágrimas. Incapaces nosotros tres de reaccionar, presentimos algo terrible en aquella risa.
—¡Vengan acá! ¡Vengan acá! ¡El... el... chamaco!
Alarmados, penetramos en la habitación y rodeando la cunita, nos fue dado contemplar el espectáculo maravilloso que convirtió aquella Nochebuena en la más buena que imaginarse pueda.
Nimbada por la más preciosa luz, la cabecita de Rafalín refulgía como un ascua de oro. Entre las risas del chiquillo que pataleaba contento, nos llegó mezclado con los compases del pasodoble, un canto de coro celestial que parecía ejecutado por ángeles. Suspendidos ante el prodigio, incapaces de pronunciar palabra, vimos entonces cómo las crines de sus pobladas cejas iban desapareciendo ante nuestra vista y cómo después, el horrible abultamiento se aclaraba, menguaba y daba paso tras de si a dos cejitas rubias de un perfil tan delicado, tan bello, que ni los querubines del cielo pudieran tenerlas. Desde su cuna, Rafalín nos sonreía plácido.
© Sap., 2003
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