jueves, noviembre 26, 2020

Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 29

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29

Desde que Julián de Capadocia le enseñó los rudimentos del ajedrez, la Juaqui no pierde un momento en proponerle una partida tras el eventual refriegue de vientres a que ambos se someten los últimos jueves de cada mes. La Juaqui le ha cogido el tranquillo al juego y hasta ha instalado en su móvil una aplicación para jugar aleatoriamente con desconocidos, algo que enfada mucho a Julián, que tiene en el ajedrez un casi sagrado remedo del Universo y que, por lo tanto, necesita tocar piezas y tablero para sublimar la metáfora, algo, por otra parte, que representa un engorro, pues engorro es jugar al ajedrez compartiendo una cama (un ajedrez de piezas muy inestables de plástico hueco que compró la Juaqui en una tienda de chinos).

Julián no es buen jugador, algo que demuestra el que quedara vigésimo quinto (el vigésimo sexto y último fue el que era conocido como Manolito el Empanao) en un campeonato organizado entre empleados de Telefónica de distintos departamentos; así que es frecuente que la Juaqui le gane, lo que produce en la mujer un alborozo que la lleva a dar botes en la cama y a dispersar las piezas por encima de las mantas. Julián entonces, le da la espalda y se acurruca, no tanto molesto por haber perdido sino por la frivolidad con que la Juaqui se toma los lances del juego y por su pueril alegría al vencer.

Eres antipático y un mal perdedor —le dice la Juaqui cruzada de brazos tras el episodio de entusiasmo cuando lo ve enrollado en la sábana como una momia egipcia.

Nada de eso. Pienso en otra cosa. —responde Julián.

Seguro que piensas pamplinas. Yo siempre pienso que los marcianos deben jugar muy bien al ajedrez —la Juaqui, como de costumbre, desvía cualquier tema a su interés favorito: los marcianos y los ovnis— ¿Tú no crees que los marcianos conocen el ajedrez?

Y yo qué sé —responde desabrido Julián con un hilo de voz, porque a pesar de todo, perder lo amosca y el ajedrez lo atormenta, ya que lo sume en el escepticismo, un lugar donde no quiere estar. "Pitágoras tenía razón", murmura para él solo, pues la Juaqui se levanta para preparar una merienda. "El Origen y el Todo es el Número, las Matemáticas su lengua y el ajedrez su evidencia. Así que, por fuerza, debe haber un último número como hay un número limitado de combinaciones en el juego, porque limitados son los elementos existentes". Entonces, Julián de Capadocia se amodorra y cae en un ligero sueño, pensando en ese último número, que debe ser donde estén contenidas todas las cosas, el arjé, el alfa y omega, mientras escucha cómo desde la cocina, la Juaqui tararea alguna canción de Camela, su grupo preferido.

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Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 28

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28

Hay días en los que Julián de Capadocia no saldría de la cama por nada del mundo. Se entregaría a los sueños o a escuchar parlotear en el transistor enchufado en la oreja, programas de marcianos durante semanas. Ahora que está jubilado, que se hizo ágrafo y se convenció de la inutilidad de sus ocupaciones, le cuesta trabajo abandonar el cobijo del edredón. Si no hubiera malestar en morir de inanición, allí se quedaba; pero la voluntad, la infatigable, torrencial e involuntaria voluntad de existir, como el latir del corazón, parece invencible. Bueno, también está la cuestión de su perro, el viejo Zaratustra; pero llegado el caso, no dudaría en administrarle una buena dosis inyectable de la botella de pentotal sódico con que le obsequió don Eladio Perdigón, el farmacéutico que le quedó tan agradecido tras haberle prestado los ensayos de Montaigne. Sus hijos, los de la peña o hasta Pascual, el camarero, poco le importan. ¿Pero qué pasa con su nieto o nieta por nacer? Cuando se hace esta pregunta, reconoce que, al menos, le gustaría conocer su cara y si le dejaran, llegado el momento, enseñarle a leer. Una vez terminada esta labor, sí podría decirse que ya tendría todo el pescado vendido.

El caso es que... Sí, el caso es que, tras pensar en estas cosas tapado hasta las orejas, Julián de Capadocia, se arma de valor y acaba saliendo de la cama. Zaratustra, entonces, bosteza, se incorpora y mueve la cola.

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jueves, noviembre 12, 2020

Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 27

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27

Hubo ocasiones en que los servicios de la Juaqui, la querida amiga de Julián de Capadocia, fueron abonados en especie por algún que otro cliente y de esta manera fue como se encontró un día con una fotocopiadora en su casa, un armatoste inútil al que años después, Julián supo sacar partido cuando comenzó a componer breves ensayos que luego fotocopiaba y encuadernaba con cartulina y grapas. Estos opúsculos, que llegaron a ser numerosos, los repartía entre sus compañeros de trabajo o le daba uno a cualquiera con el que hubiera mantenido una charla, o los regalaba a los viandantes.

Originario de aquella época, obra en nuestro poder un ejemplar de "La oreja como vía de compasión" (1988), numerado con el nº 12 de una tirada de 25, en el que Julián de Capadocia exponía su tesis para aliviar el solipsismo al que el ser humano está condenado. En la introducción, puede leerse:

"Somos compartimentos estancos y entre nosotros. el lenguaje, nuestra única herramienta, tan única porque solo somos lenguaje, se muestra limitada e ineficaz para eso que se llama ponerse en el lugar del otro, en el pellejo del otro, siendo el otro un sujeto que sufre. Esta soledad colectiva solo puede aliviarse por medio de la compasión, no de la solidaridad que es palabra con frías connotaciones; de la compasión por todos los componentes del género humano por el simple hecho de ser humanos. Hasta el más malvado de los hombres, incluso por ello mismo, necesita aún más de nuestra compasión. Para facilitarla, nada mejor que fijar nuestra mirada en alguna de sus orejas. Esa oreja fue en algún momento la oreja de un bebé, un pétalo de rosa de formas espirales que fue acariciado, besado, amado por una madre. Y si no fue así, más compasión merece su poseedor. Tengamos presente esa oreja infantil por mucho que el tiempo la haya deformado porque, ante su visión y de inmediato, una descarga de simpatía hará de la oreja el vehículo que nos transporte a la necesaria compasión que todos estamos obligados a dar y recibir. Por tanto, poned atención a las orejas de los demás". 

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Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 26

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26

A veces, la pinza de tender la ropa que Julián de Capadocia saca de la Pera como ayuda para explicarle a un prójimo sus pensamientos acerca de la materia y el tiempo, le resulta un objeto demasiado abstracto. "Mire", le dice a una señora que se sienta a su lado en el autobús urbano, "la tengo desde niño. El tiempo ha consistido en ir diseminando sus átomos originales, y en la misma medida que perdía materia y definición, otros objetos acrecentaban la suya, y así hasta que la pinza deje de ser un conjunto de átomos agrupados en una forma conocida a la que designamos como pinza, ¿me sigue?". "No, no le sigo, señor mío; y, además, me bajo en la próxima, así que hágame el favor de apartarse un poco...", le responde.

Es por eso que, en ocasiones, sustituye la pinza de tender por una foto de su abuelo Serafín en la que aparece vestido de soldado de los tiempos de las guerras africanas, apoyado un codo con altivez en un velador de columnilla salomónica.

¿Qué te parece, Pascual? —pregunta al camarero que le sirve el diario tinto con sifón.

¡Buen bigotón que gastaba su abuelo! Cosas de antes...

Nada de antes, Pascual. Ahora mismo, mi abuelo es tan presente como esta fotografía a la que todo el mundo se empeña en llamar antigua, porque nada de lo que existe y percibimos es el pasado, sino, ya te digo, es presente. Esta foto, la voz de Torrebruno cuando la escuchamos o la pirámide de Keops. Todo es presente porque nosotros, como receptores sensitivos, somos ineludible presente, y no solo como una mera agrupación atómica, un zumbido incesante de nubes de electrones, sino porque somos ese conjunto de experiencias que depositamos en los objetos y en los demás, de los que también somos depositarios, y que llamamos recuerdos.

Así se las gasta Julián de Capadocia, por lo que es comprensible que el común de las gentes que lo conocen, cambien de acera cuando lo ven acercarse. Solo Pascual, que gusta de escucharlo, y tres o cuatro chiflados del vecindario, experimentan el gozo infantil de estar ante un ilusionista cuando observan que, tal palomas o pañuelos de colores, Julián saca de su bolso/bandolera sus objetos de meditación, una pinza de tender, una piedra, una bellota, la foto de su abuelo Serafín...

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