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Ahora que se ha convertido en una residual artesanía, habrá que reivindicar la escritura a mano y valorar un papel manuscrito como uno de esos raros insectos voladores de las junglas de Borneo que perseguían los entomólogos con un cazamariposas. Yo lo hago: la reivindico, la valoro y la practico. A diario, con un hábito que ha adquirido la misma necesidad que tiene de lavarse las manos el que efectúa una autopsia a un enfermo de ébola.
Si como dijo el Divino Cegato, todas las aguas del Nilo están contenidas en la palabra Nilo, añado que todas las palabras están contenidas en la mina de un lápiz o en el cartucho de una estilográfica y que sólo hace falta poner la mano en movimiento para que fluyan completas, de trazo y alma, sobre el papel, sin importar lo que se cuente ni la calidad caligráfica de lo plasmado porque lo valioso es un dejarse llevar por la hipnosis de la tinta y el sonido que produce el plumín al rasgar el papel tal un pequeño arado que hiere la tierra, elementos ambos que componen el nacimiento natural de las palabras. Lo demás, teclados y pantallas, es ortopedia.
Esta involución, esta vuelta al origen, depara insospechadas satisfacciones: ¿desde cuándo no sentimos el placer de ir a comprar un cuaderno y de inaugurarlo con la mejor de las intenciones? Si además, esta ocupación de amanuense es un ejercicio indicado contra los desbarajustes del Alzheimer, no hay más que decir. Ya solo se necesita un poco de valor para enfrentarnos a cuerpo limpio a ese hombre o mujer que siempre va con nosotros. En la fotografía muestro mi trabajo. Nada hay ya tan mío, tan de mi propiedad como estos cuadernos que voy rellenando con la única tenacidad que mi indolencia me permite.
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