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El nacimiento del tito Pepe
(¿Puede servir como cuento de navidad?)
Desde luego, y con la excepción de la mañana de Reyes, no había nada más placentero que el momento en que nuestro tito Pepe decidía rescatar de la alacena atestada de armatostes y chirimbolos los cacharritos de montar el Nacimiento.
Poca intervención requería de los niños para construir aquel paisaje efímero con figuras encima de un mueble que, pomposamente, era conocido en casa como "la trinchadora". Con precaución extrema, y una vez colocados los corchos, el fondo sidéreo, el desigual caserío, el pozo y un puente sobre el río de papel de plata, sacaba de una caja de zapatos unas figuras envueltas en papel de seda que eran del año del catapún, pues muchas de ellas —todas de modestísimas hechuras— estaban desportilladas, dejando asomar en las partes de barro ausente los alambres que les servían de estructura. Como eran pocas y maltrechas, el elenco de figurantes humanos y fauna doméstica hubo de ir completándolo con muñecos de plástico de diversos estilos y tamaños, lo que, junto a la variada escala de arquitecturas, inhabilitaba al tito para crear perspectivas mínimamente verosímiles. Allí coexistían, por tanto, gallinas del tamaño de pastorcillos con una lavandera gigante que parecía enjabonar la camisa de Sansón, teniendo todos a tiro de piedra un diminutísimo castillo de Herodes.
Pero todo esto, ¿qué más nos daba? Claro que nuestro Nacimiento no podría competir jamás con el que se montaba en un balconcito de la casa del Luis el de Monta, que tenía hasta una cascadilla de agua de verdad y luces de colores; pero como digo, tal despliegue de prodigios no nos molestaba a la hora de disfrutar la obra del tito Pepe, a la que contemplábamos con arrobo poniendo los dedos en el filo de la tapa de la trinchadora con todo cuidado para no estropear el ribete de espumillón, y eso sí, poseyendo como gozoso privilegio, el que el tito Pepe nos dejara ir acercando un poquito cada día los plastiqueros Reyes Magos al foco de atención, a la cuevecilla situada exactamente en el centro del pobre diorama y donde el gentío, ávido de adoraciones, llegaba junto con sus animalejos de manera ordenada y en formación perfectamente radial. El tito Pepe siempre fue un hombre de hondas convicciones simétricas.
Después, días después quiero decir, ya nos aburríamos de tanta quietud, y para cuando tocaba la hora de recoger toda aquella aparatosa escenografía y sus personajes, dejábamos que el tito Pepe se las aviara solo con la faena porque nosotros estábamos la mar de entretenidos con nuestros juguetes nuevos. El caso es que no se me ha olvidado, almacenado el recuerdo en una inviolable habitación de la potentísima memoria olfativa, el olor a cerrado y a plástico viejo de aquellas figuras que conformaban el ensueño anual que aún nos asalta llegadas estas fiestas... La lavandera, el pastorcillo y los Reyes citados, el viejo ante un perol, la vendedora de huevos, la mamá y el papá putativo del Nene, y mi favorita de todas, la del ángel que levitaba sobre el pesebre de corcho y que sostenía aquel cartel de la frase famosa y tan bonita y cuya segunda parte, especialmente, os deseo a todos.
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