miércoles, marzo 19, 2014

Damero Mardito, nº 58 (marzo)

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Los naranjos ya florecen, que es lo importante.

De todas las opciones posibles, Petrusko Mamuasel, diseñador de batas de boatiné para amas de casa, eligió la más sencilla para liquidar al perro de su vecino: el envenenamiento. Como su vivienda se encontraba en un piso superior y una de sus terrazas --verdadero jardín colgante babilónico, tal era el esplendor de sus geranios y clavellinas-- daba al patio donde el molesto perrazo se pasaba el día y la noche ladrando, ideó un sistema para envenenarlo que le pareció discreto y muy poco comprometido. 

Lo primero fue hacerse con un saco de comida para perros sin importarle que para conseguir un solo Whiska, tuviera que comprar el saco de 5 kilos. Ya en casa y con el incesante ladrar que llegaba desde abajo metido en el cerebro, se dio cuenta de que no tenía las herramientas necesarias para efectuar en el Whiska la operación proyectada, así que apresuradamente se dirigió a una ferretería para hacerse con una segueta y un taladro-miniatura de precisión. Otra vez de vuelta a su domicilio, abandonado el trabajo de hilvanar una bata encargada por doña Pilar de la Hoz, marquesa de Setefilla, dispuso sobre la mesa el arsenal y efectuó en el Whiska un corte transversal y el hueco destinado a contener el veneno... ¿pero qué veneno? El recuerdo de una antigua lectura, hizo que se decidiera por el mercurio aunque desconocía si los efectos letales de la ingesta de mercurio actuaban de manera inmediata en el organismo de un perro o si por el contrario, la muerte tardaba en llegar días, o peor aún semanas o meses. 

Se acordó que en el trastero aún albergaba un vetusto calentador de agua de 80 litros que nunca decidió ceder al chatarrero. Con destornilladores y llaves al principio y a puros martillazos después, logró extraer la cápsula que contenía el preciado mercurio y que en tal cacharro formaba parte del termostato. Después, ya en la mesa de trabajo, rellenó en Whiska de líquido metal y pegó los dos hemisferios de cola blanca. Cuando esta se secó bien pasadas dos horas, volvió a la ferretería donde antes compró el taladro y la segueta y adquirió en esta ocasión un carrete de sedal de nailon. En la punta del hilo ató el Wiska, se asomó a la terraza, llamó al perro ("Perrito, perrito; ven, perrito"). El can se puso como loco en cuanto lo divisó, se transformó en un monstruo que fabricaba espuma que era expulsada de sus fauces a razón de medio litro por segundo. Pero, a medida que el Whiska emponzoñado fue descendiendo en tanto Petrusko Mamuasel iba soltando sedal, su insufrible ladrar aminoró hasta que la curiosidad por lo que bajaba lo convirtió en silencio. Finalmente, el perro mordió, nunca mejor dicho, el anzuelo, a la vez que el modisto dejaba escapar un hondo suspiro de satisfacción. 

¿Qué el perrazo tardaría en fallecer un día o un mes? Daba igual. Poco le importaba esperar el feliz desenlace, porque tenía para escuchar mientras confeccionaba sus batas, la discografía completa de Marifé de Triana. 


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¿Que dónde conseguir el Damero de este mes? Pues como siempre, en su kiosco habitual y gratis total, pinchado aquí: El Damero del Vecind(i)ario.

Solución al Damero anterior (nº 57)
A. Jarrete, B. Capuz, C. Apilan, D. Rácano, E. Resma, F. Oficial, G. Leguleyo, H. Landó, I. Estampad, J. Lechuga, K. Mojarra, L. Asedian, M. Rúcula, N. Deseos, Ñ. Esquisto, O. Manolo, P. Acusan, Q. Delfín, R. Enlosado, S. Requena, T. Anemia.

Acróstico: J. Carroll, "El mar de madera".
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martes, marzo 04, 2014

Historias Mínimas: El Gordolaspapas.

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   Alguno empezó a hablar de hacer un circo en el patio chico del bloque 8 y como la idea nos pareció muy buena, el sitio perfecto y teníamos por delante todas las vacaciones de verano para planearlo, lo hicimos. Hicimos el circo.

Como pensábamos cobrar la entrada al espectáculo a los niños y niñas que no participaran en el proyecto, como primera medida y antes de decidir siquiera qué números circenses ofreceríamos, el Pedrín fabricó con unas tablas y unos clavos que encontró entre los escombros que rodeaban nuestro barrio, una taquilla que dispusimos en la entrada al patio. Era una taquilla enorme, destartalada, propia para vender entradas de lo que fuera en Pakistán.

Luego discutimos qué números de circo podíamos representar y aunque ninguno de ellos fue espectacular, sí, en conjunto, la función llegó a ser variada. Cubrimos con cartones el suelo de albero que haría las veces de pista, y sobre ellos y hasta quedar satisfechos, ensayamos una especie de entremés protagonizado por unos pistoleros del oeste que discutían hasta acabar todos muertos a tiros (lo meritorio resultaba el saber morir bien; el caer al suelo de manera apropiada era algo muy apreciado por los niños).

Después, haciendo las veces de domador, el Paco o el Luis o no sé quién saldría con su perro, que sabía dar la pata. También habría un número de payasos, el Ñoño representaría su curiosa imitación de un niño llorando y hasta el Quico de la Pepa demostraría sus habilidades como acróbata haciendo el pino-puente y caminando unos metros con las manos, bocabajo. También Miguel Ángel el Gordo quiso participar de alguna manera, pero no lo aceptamos por eso, por torpe, por tontorrón. El gordolaspapas.

Pero de todos los números que proyectamos, el más formidable iba a ser el que yo protagonizaría, el de mago, puesto al que me presenté de voluntario ya que tenía un juego de Magia Borrás que me habían traído los Reyes Magos las navidades anteriores y estaba deseando asombrar a un público que supondría entregado. No fue una idea afortunada.

El día del debut la expectación creada en los bloques del barrio fue enorme. Decidimos que la función comenzaría por la tarde, con la fresquita del jazmín y la fragancia de los dompedros, y que la entrada costaría una peseta. Cuando el Pedrín se dispuso tras la taquilla para atender a la cola que se había formado y le llegó el turno al Miguel Ángel el Gordo, se quedó con su moneda de cinco pesetas y le dijo que no tenía cambio, que se buscara una peseta. Miguel Ángel el Gordo, se fue corriendo a pedirla a casa de su abuela. El gordolaspapas.

El griterío de los diez o doce niños que se sentaban en el poyete corrido que rodeaba el patio cesó en cuanto el Julián anunció el comienzo del espectáculo. Todos los números: el entremés de los pistoleros, el domador, el llorón, el contorsionista y los payasos, se fueron desarrollando más o menos dentro de lo previsto, logrando al finalizar los mismos, entusiastas aplausos. Después salí yo y dispuse mis artilugios de mago sobre una vieja mesa plegable. El truco consistía en desplazar y hacer desaparecer una pequeña botella de plástico bajo unos cilindros de cartón verde, sin que el público advirtiese, claro está, que en realidad eran dos botellas las que entraban en juego. El caso es que yo había ensayado mucho el efecto; pero entre que no me enteraba bien de las instrucciones que venían en el librito y que aquellos tubos de cartón no encajaban como debían, mi actuación fue un desastre que no solo provocó la rechifla del respetable sino que aumentó mi furia al comprobar que ni dando porrazos en los elementos con la varita mágica para desatascarlos, aquello funcionaba. Al final, tiré de una patada la mesa con todo lo que tenía encima, acción que, por supuesto, hizo aumentar el pitorreo del público y mi desesperación, consiguiendo que entrara en una espiral de indignación que solo detuvo mi llanto de impotencia. Abandonado en un rincón, me alivié el sofocón enjugándome las lágrimas con el pañuelito de imitación seda que también se incluía en la maldita caja de magia Borrás. La rabia me impidió que saliera a saludar en la apoteosis final.

Allí terminó todo. Nunca más hubo circo ni número de mago. Mi carrera como prestidigitador acabó... como por arte de magia, sin tener oportunidad de conocer la gloria. Fue tan corta como el gozo de Miguel Ángel el Gordo, que apareció con su peseta en la mano cuando ya se desocupaba el patio. “¿Tú quieres ver el circo?”, le preguntó el Pedrín mientras desmontaba la taquilla; “”, contestó el Miguel Ángel el Gordo esperanzado en contemplar una función privada. “Pues dame la peseta”. Y cuando el Miguel Ángel se la entregó, el Pedrín se puso las manos abiertas en las orejas, agitó los dedos, sacó la lengua, le hizo burla, y le dijo: “Ea, pues ya has visto el circo”.

El gordolaspapas. La vida ya era salvaje.
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