La infancia del Rey Gaznápiro
Para Scout Finch
Don
Francisco el Labioso intentó enseñarnos algunos rudimentos de dibujo lineal.
— A
ver, cojan ustedes una hoja cuadriculada de color caña…
— En mi
recambio —decía alguno— no vienen hojas de color caña, don Francisco.
—
Bueno, da igual; pues la coge usted blanca y a ver si la próxima vez su madre
de usted le compra un recambio en condiciones.
Los
recambios de don Francisco eran siempre los adecuados, pero nunca nos decía
dónde los compraba. Un misterio más de su existencia ignota.
—
Bueno, pues ahora, desde el primer cuadrito de la esquina superior izquierda me
van a contar diez cuadritos a la derecha, ¿entendido? Luego cuentan veintidós
para abajo, ¿estamos? Pues en ese cuadrito al que han llegado me pintan con el
lápiz un punto en la esquina inferior derecha… ¿Lo tienen todos? Pues venga,
ahora otro punto…
Don
Francisco el Labioso seguía desgranando coordenadas y nosotros marcando puntitos con
la certeza terrible de haber fallado en la colocación de más de uno.
(Llovía
siempre tras la ventana durante las machadianas tardes de colegio. Pasaba el
tren de Alcalá, “la cochinita”, como si tal cosa, ajeno el maquinista a los
puntitos de don Francisco).
Cuando
todos los puntitos quedaban fijados, procedíamos a unirlos con el rotulador y
la regla. ¡Qué de disgustos cuando la figura resultante era en palabras del
Labioso una mamarrachada! A alguien el rectángulo se le convertía en trapecio;
a otro, el rombo le salía pentágono y todos, al fin desconcertados,
aguantábamos como podíamos el chaparrón de improperios de don Francisco, vigilante entre los pupitres.
— ¡Son
ustedes unos mamarrachos! ¡Son unos gaznápiros! ¡Son unos gansos!
Lo de
llamarnos gansos y gaznápiros nos resultaba muy cómico y a más de uno se nos
escapaba una risita cuando nos llamaba así.
El Labioso no parecía darse cuenta del efecto contrario que producían
sus palabras. Enfurecido, volvía a su mesa, daba un reglazo sobre ella, se cruzaba de brazos y
nos lanzaba terribles miradas en silencio hasta que al poco retomaba su
rapapolvo fragmentario utilizando el tuteo.
— ¡Sois
unos gansos!, ¡en cambio hay muchos niños alemanes que con vuestra edad ya han
empezado una carrera! ¡Una carrera, mamarrachos! ¡Niños científicos, niños literatos! ¡Por esos niños sí que merece
la pena trabajar y no por ustedes que sois una pandilla de gansos!
Cuando
don Francisco el Labioso terminaba de mostrarnos las virtudes de los niños
alemanes, echaba mano de otra de sus trucos dialécticos recurrentes: la
infancia del rey Alfonso XIII.
— ¡Cuando el rey Alfonso XIII tenía diez años escribía de maravilla, no como ustedes! ¡Yo he
visto sus cuadernos en el Palacio de Oriente… Qué letra, qué renglones, qué dibujos...! Se os iba a caer la cara de
vergüenza, mamarrachos. ¿Para qué trabajo yo si puede saberse, eh?, ¿para qué
pierdo el tiempo con ustedes, eh?
(Volvía
a pitar el tren de Alcalá, ahora de vuelta, ajeno de nuevo el maquinista a las
reprimendas de don Francisco. ¡Felices los hombres que conducen locomotoras!)
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