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LUNA DE AGOSTO
(microcuento veraniego)
La luz de la luna iluminaba la calleja de los faroles rojos y rayó con sombras horizontales el blanco de mi chaqueta en cuanto me situé tras las persianas de bambú del "Bayuè Yuèhang". La última vez que estuve en el establecimiento del señor Wu fue seis años atrás, cuando fui sacado de él a patadas por uno de sus sirvientes. Ahora, volvía a Singapur acompañado por el fiel Kap'ng, un dayak de Borneo que dominaba varias disciplinas muy necesarias a la hora de negociar con tipos como Wu.
No fui reconocido cuando abrieron el ventanuco de la puerta lacada. Poco tenía que ver ya con aquella especie de mendigo desharrapado en que me convertí por el amor al opio y por el amor a Yasmine. Por fortuna, todo había cambiado. Antes de acceder al fumadero, fui agasajado con un cuenco de té de jengibre. Nada predispone más a la bienvenida que un traje de lino, unos zapatos lustrosos y un peinado de estrella de cine. Al menos eso debió pensar el sicario que ordenó a una muchacha que me lo sirviera. Kap'ng quedó fuera, en la noche. Atento.
Todo estaba en silencio en el interior a pesar de que todas las habitaciones debían estar ocupadas. En el momento en que me interesé por una de ellas, una orden seca, de una sola palabra, hizo que expulsaran con rapidez al que la ocupaba. Era un esqueleto humano bien vestido, que ni siquiera protestó. Antes de entrar en la habitación, observé que la luz roja se escapaba a través de las rendijas del despacho de Wu. Luego, me quité la chaqueta y los zapatos y me tendí en la chaise longue reservada a los occidentales. Otra muchacha distinta, pero igual de bella que la que me sirvió el té, comenzó a preparar una pipa de opio. Abrió mucho los ojos cuando le pregunté por Yasmine. "No estar", fue cuanto me dijo. Imaginé que estaría con Wu y con ese pensamiento comencé a adormecerme en cuanto dí las primeras caladas. La muchacha se sentó a mi lado. Había encargado a Kap'ng que no comenzara su trabajo hasta pasada una hora. No se puede desperdiciar, así como así, una pipa de opio del "Bayuè Yuèhang" y mucho menos la compañía de una mujer como aquella. Sentada a mi lado, la acaricié íntimamente hasta alcanzar su secreto de tibio metal. Era, en efecto, una de las muchachas de Wu. Tal como me había contado Yasmine, todas y cada una de ellas, llevaban cosidos los labios de la vulva con un cordón de oro que impedía cualquier clase de penetración.
Cuando mi reloj marcó las doce, el silencioso Kap'ng entró en la habitación. Era de una eficacia admirable. Había cercenado los cuellos del portero y del vigilante y llevaba sus cabezas agarradas de las coletas. La ancha hoja de su cuchillo curvo refulgía limpia a la luz de las velas perfumadas. No hizo falta preguntarle: la muchacha de Wu, aterrorizada, señaló el camino del despacho. El sicario que intentó impedirnos el paso, corrió la misma suerte que sus compañeros. Kap'ng se echó las tres cabezas a la espalda e irrumpimos en el despacho de Wu. Lo sorprendimos tendido en un diván. Yasmine le masajeaba los pies. La muchacha me reconoció de inmediato y se llevó una mano a la boca ahogando un grito. Wu se incorporó y sacó un revólver de la sobaquera a la misma vez que Kap'ng sacó una pequeña cerbatana de la suya. A iguales tiempos, mi dayak siempre gana. Un dardo envenenado se clavó en la tráquea de Wu, que acabó como lo encontramos: tumbado en el diván. A Kap'ng es difícil convencerlo de que haga descansar a su cuchillo una vez puesto en movimiento. Depositó las cuatro cabezas sobre la lujosa mesa de teca. A la vista de ellas, pareció que los dragones que decoraban las paredes del "Bayuè Yuèhang" iniciaran una danza entre volutas de opio y sándalo.
Como había ordenado a Kap'ng, un rickshaw nos estaba esperando en la calleja trasera. Tomamos la dirección del puerto bajo la llovizna perpetua de Singapur. En el trayecto, besé largamente a Yasmine. "Tú sacar a mí de Wu", me había pedido la última vez que nos vimos. Y yo se lo prometí. En pocos minutos, estaríamos a salvo a bordo del Cephalonie. Ella, mi maestra en las más sofisticadas artes del amor, me había enseñado que el cordón de oro solo era necesario cambiarlo una vez al año, durante la luna de agosto. Recordándolo, pedí a Kap'ang la bolsita de seda, la desaté y deposité su contenido metálico entre las manos de Yasmine. "Es mi regalo de compromiso", le dije, y ella sonrió emocionada. En sus manos, blanca flor de loto abierta, un largo cordón de oro, arrollado en círculo, brillaba como una fúlgida serpentina.
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