miércoles, octubre 26, 2011

"El hombrecillo" - 1

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"EL HOMBRECILLO" - 1


Hacía meses que dejé de añorar París. Por entonces hubiese cambiado el recuerdo de los bulevares en primavera por una cama caliente, o el perfume de sus mujeres por un rincón sin ratas. Sí; hubiera renunciado a ver de nuevo el sol entre sus acacias con tal de que cesara el tormento del barro. Pero como todos, me rendí. Ni siquiera me importaba que sobre las páginas húmedas del cuaderno, la tinta se diluyera dejando un rastro apenas azul, más acuático que el agua misma.

Sólo el silbato del sargento Lebecq era capaz de agitarnos y hacer cambiar nuestra indolencia por la incertidumbre del avance. El chasquido de las bayonetas al encajar en los fusiles nos aturdía, pero se hizo tan familiar como las bofetadas a Pignon para que dejase de llamar a su madre. Aquella reiteración acabó aburriéndonos.

 Pignon. El primero al que escuché hablar del hombrecillo.

 Pero el silbato enmudeció y en las tres últimas semanas, empantanados en la trinchera como animales hechos de tierra mojada, aceptábamos cualquier incidente que nos hiciera abandonar la desidia.

 Así sucedió cuando nos formaron para contemplar el fusilamiento de Bouchet. A pesar de todo, agradecimos aquel episodio que rompía nuestra rutina. Bouchet, el carterista de tranvías al que no se le ocurrió otra cosa que robar la pistola al sargento. La vendió durante un permiso a sus amigos hampones de Pigalle en una deserción que duró tres semanas.

Allí estaba. Maniatado al poste y vendados los ojos con una tira de polaina. A mi lado, a media voz, Pignon continuaba hablándome del hombrecillo con entusiasmo. "Debes ir a verlo" dijo un segundo antes de la descarga. Con la cabeza caída y las manos atrás, Bouchet pareció que observara hormigas en un camino. El sargento Lebecq estrenó su pistola nueva dándole el tiro de gracia en la sien. En su mano, el arma relucía pavonada como una joya blanquinegra. Había sustituido las cachas reglamentarias por unas de nácar.

 Volvimos lentos, viscosos en nuestros uniformes de lodo. La lluvia se encargó de recluirnos en nuestros agujeros y allí retomamos las barajas y el tabaco húmedo. Se machacaban con piedras los piojos de las costuras y se escribían cartas que nunca llegaban a su destino. Las esposas y novias quedaron como algo lejano, tan censuradas en la memoria como los torpes renglones que traducían su recuerdo en algo abyecto en las letrinas, en las filas de hombres que se masturbaban contra la pared.

Asumimos aquella situación como perpetua y los rumores que se propagaban sobre el final de la guerra sólo llegaban a interesar a los recién llegados, muchachos cada vez más jóvenes que se presentaban impetuosos en la trinchera pero que temblaban como ovejas en cuanto la tierra expansionada por los obuses que caía sobre nosotros se acompañaba de cuerpos desmembrados.
 Pignon, y luego los veteranos que volvían para incorporarse apenas recuperados del hospital, seguían hablando de aquel hombrecillo inglés. Todo París se había entregado a él para olvidar la locura y con ella, a nosotros. "Es mejor que Max Linder", decían a gritos en el fragor de alguna escaramuza aislada.

Gané la libertad de una manera grotesca ya que fue en premio por un acto en el que no participé. Incluso el sargento Lebecq me colgó una medalla en una ceremonia mecánica y desganada que se desarrolló en su madriguera. Sobre la mesa deforme por la humedad reposaba su pistola, la luz de un quinqué de petróleo hacía refulgir el nácar. De nuevo tuve que contar la patraña que me hacía héroe a sus ojos, porque cuando llegué al nido de ametralladoras aquellos alemanes ya estaban muertos. Apuñalé sus cadáveres para simular la acción heroica y sólo me quedó esperar un testigo que validara la hazaña. A mis pies, los cuerpos sin vida de dos muchachos de bigotes rubios casi esbozados, me valieron una semana de permiso.

(Continuará)
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