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Cuéntase, que, dado el carácter itinerante de su puesto de trabajo en Telefónica, un joven Julián de Capadocia se vio un día en Málaga con la misión de establecer unos nodos de comunicaciones de doble filamento. Siendo que terminada su labor y con la caja de herramientas al hombro, decidió caminar hacia el hostal Victoria donde pernoctaría. Fue cruzando la calle Larios, la populosa arteria de la bella ciudad mediterránea, cuando se topó con un grupo de gente reunida en torno a un individuo que peroraba a grandes voces subido en una caja vacía de botellines de Cruzcampo (detalle este que no acababa de gustar a los nativos que le escuchaban, según le informaron más tarde). "¡Yo soy la voz que clama en el desierto!" —decía aquel hombre, brazo en alto, que se vestía con una piel de camello a modo de faldellín— "¡Aliviaos de vuestros pesares porque la muerte no existe; solo estamos sometidos a un proceso continuo de dispersión y concentración!"
Aquella persona y aquella disertación interesaron muchísimo a Julián, hasta tal punto, que esperó a quedarse a solas con el orador, dispuesto a asaetearlo a preguntas. Se encontraba fascinado.
—Me llaman el Zacarías, o el Profeta; pero ya ves, hijo mío, mis admoniciones caen en saco roto, porque en cinco horas que me he pasado subido en la caja, dale-que-te-pego, solo he conseguido un puñado de pesetas cuando he pasado la gorra.
—Si usted me permite, yo tendría mucho gusto en invitarle a algo —dijo Julián con la voz turbada por la admiración—, y así me explica algunos conceptos que no me han quedado claros.
—Nada me agrada más que un convite, muchacho, acostumbrado como estoy a alimentarme de raíces y miel silvestre; así que voy a ponerme la camiseta y voy a dejar que me agasajes en un sitio que conozco, que ya me encargo yo de aclararte todo lo que quieras que te aclare.
—Sí, sí, por favor, señor Zacarías; me interesa mucho lo de la dispersión y la concentración, pues es algo a lo que vengo dando muchas vueltas desde hace una temporada —dijo Julián, que iba cargado con la caja del Profeta como un privilegio y haciendo cuentas mentales de cuánto podría costarle un platito de chanquetes y dos cervecitas en cualquier taberna, porque sus dietas eran muy limitadas. Pero no fue a ninguna taberna donde el Profeta lo introdujo, sino al Chinitas, célebre restaurante donde nada más sentarse ambos a una mesa (el Profeta era tratado allí con tanta deferencia como guasa), el orador comenzó a encargar platos de frito variado en variadas cantidades.
—Verás, muchacho —comenzó a explicar aquel visionario mientras consumía boquerones a puñados y trasegaba copas de Barbadillo a rebosar—, ante todo, debemos alejar de nosotros toda idea de trascendencia, ¿estamos o no estamos?... Ah, perdón, disculpa, que llegan los calamares... ¿Sabes?, lo que debemos considerar es que la muerte es solamente, ¡ay, qué ricos los calamares, por Dios!, un punto de inflexión, el comienzo de una dispersión de la materia, ¡porque, oído al parche, no hay nada más que la materia!... ¡Anda, mira quién entra por la puerta!, ¡mi amigo Gregorio!, ¡Gregorio, ven, tómate una copita con nosotros, anda!
A la misma vez que un camarero ponía en la mesa un platazo de salmonetes y una segunda botella de vino, el tal Gregorio, un tipo bajito, un poco calvo, patilludo, y que al andar daba saltitos como de gorrión, se acercó a ellos: "¡Norl, norl, Sacaría', que hoy me hase pupita er fistro diodenarl, ¿te da' cuén?", dijo aquel personaje estrambótico que se marchó tal como había llegado, andando con la punta de los pies y con una mano puesta en los riñones, no sin antes haberse llenado los bolsillos de croquetas.
—¡Jojojo! —rio con ganas el Profeta acercándose una fuente de papas aliñás —¡qué gran tipo este Gregorio! Es un flamenco chusmeta, pero hasta ha estado en Japón, el tío... Seguro que un día se hace famoso, ya verás... Bueno, ¿por dónde íbamos? Ah, sí, por lo de la materia... Pues verás, lo maravilloso de este proceso, y aquí tienes que estar atento, ¿eh?, es que cabe la posibilidad, ¡pero qué adobo más magnífico!, de que ahora mismo tu cuerpo albergue un átomo de silicio que antes estuvo en el pezón izquierdo de Marilyn Monroe. ¡Esa posibilidad es la que en realidad nos hace inmortales!, ¿tú me entiendes lo que te quiero decir? (y aquí soltó un mal disimulado eructo) ¡Inmortales!
A estas alturas de la charla, y siendo hombre de palabra, Julián de Capadocia debió excusarse un momento (dejando como prenda al metre su caja de herramientas y el anillo de la Comunión) para acercarse al hostal y extraer del doble fondo de su macuto varios billetes de mil pesetas. Con ellos pagó (con gusto, como declaró más tarde, por haber recibido aquellas enseñanzas que lo deslumbraron y que luego desarrollaría en varios opúsculos de su primera producción) el opíparo banquete del que estuvo excluido por falta de velocidad. En la puerta del Chinitas se despidieron y Julián, por primera vez, se vio obligado a irse a dormir a un parque. En concreto en un banco cerca de un burrito de bronce.
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