viernes, marzo 26, 2010
"Tres vidas de santos" Eduardo Mendoza
Perdonen, pero las prisas por comunicarlo han hecho que me presente ante Uds. con la camisa por fuera y en cambio, con los faldones del chaqué por dentro del pantalón, y eso sin contar que en el trayecto se me cayó tres veces la chistera al suelo y en cuanto intentaba atraparla le daba con el pie y la despedía un metro adelante como en el viejo gag de los payasos, y todo, como digo, por la urgencia de salir de casa y llegar hasta aquí para recomendarles lo último de Eduardo Mendoza, esto es, Tres vidas de santos, compilación de tres cuentos escritos en periodos alejados entre sí y que a modo de civiles hagiografías con su fondo moral y todo, están protagonizados por personajes que ya sean principales actores, de reparto o personal de relleno, parecen tomar la vida no como algo que acaece y más o menos discurre, sino como la más aburrida y engorrosa de las tareas.
Pero no se alarmen. Como no podía ser menos tratándose de Mendoza, o sea, con la sorna de alta calidad de un hombre educado (olvidémonos por un momento de algunas de sus más célebres cagarrutas), las historias que recoge este librito ligero y de deliciosa lectura, provocan o mejor dicho, me han provocado, las más estentóreas carcajadas de los últimos tiempos, de las que caben destacar sobre todo las que me arrancó la primera entrega, en realidad no ya un cuento sino una nouvelle en toda regla, titulada La ballena... Oído al parche: Por favor, no se la pierdan.
En cuanto a las otras dos narraciones, El final de Dubslav y El malentendido, acaso ganan en acidez y de manera uniformemente acelerada, sustituyen la carcajada por la amarga sonrisa que surge desde el “pozo negro del humorismo” que dijo Michelet Daumier, lo cual, tiene efecto balsámico para las doloridas mandíbulas que tanto habrán batido con La ballena.
En resumen, es este liviano librito, un feliz reencuentro con el mismo trazo que empleó Mendoza en la creación de su inolvidable detective majara de El misterio de la cripta embrujada (que luego desbarró de mala manera, la verdad), el mago que daba sus funciones en el bar del pueblo de Una comedia ligera, el cónsul aficionado a comer albóndigas de El año del diluvio y tantas otras excéntricas, chocantes, divertidas y agrias criaturas.
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