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Ya hemos reflejado en repetidas ocasiones que, cuando Julián de Capadocia se pone pelma, no hay quien lo aguante. Pero es igual de inaguantable cuando entra en uno de sus mutismos que le duran días enteros y que lo llevan a desaparecer sin que nadie sepa adónde va. La Juaqui, medio preocupada, registra mil veces el armario empotrado donde Julián realiza sus meditaciones; su hija Charo y su compañera Esmeralda, lo telefonean y envían wasaps sin resultado; su hijo Diógenes, su nuera Mariloli y la pequeña Eva, se quedan en la puerta los domingos por la tarde, llamando infructuosamente al timbre; los de la peña deportivo-cultural La Salagartija y Pascual, el camarero, también se preguntan dónde se ha metido.
El caso es que nadie parece preocuparse en exceso; pues estas espantadas son habituales en Julián. Las practica dos o tres veces al año y le suelen durar cinco, seis días, o a lo sumo, una semana. De repente, aparece y, como si nada hubiera pasado, entrega a cada uno de sus familiares y amigos, extraños obsequios sin dar explicaciones. A uno, le regala un silbato de árbitro; a otro, una bala de revólver; a quién, un yo-yó; al de más allá, su último aforismo autógrafo ("El tiempo es sucesión en el espacio fijo; la materia es causalidad necesitada de tiempo y espacio. En la eternidad no existe el tiempo —por eso los ángeles no llevan relojes— ni, por tanto, la materia. La eternidad y la nada son lo mismo")... Pascual, el camarero, nos confirmó que, en una ocasión, le trajo como regalo un estornino disecado posado en un trozo de porexpán que simulaba ser una piedra. Julián no dice nada, y en cuanto se siente presionado con tanta preguntita, se larga de donde esté. Todo esto representa un enorme misterio que nosotros nos hemos prometido desvelar.
(Tras diez meses biografiando semanalmente a Julián de Capadocia, los investigadores dicen aprovechar una de estas desapariciones julianescas para encargarse de otros asuntos. No creen que tarde mucho en volver. Ni Julián, ni ellos mismos).
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