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Aunque no se lo confiesa, salvo a ella misma, a Julián de Capadocia le encanta pasar las noches de buen tiempo en la azotea que tiene la Juaqui. Cenan frugalmente, e involuntariamente, de manera romántica a la luz de unas velas, pues a la Juaqui, la compañía eléctrica de la que es abonada, le corta el suministro de vez en cuando. Luego, se acodan en el pretil para mirar las estrellas. Allí, cuando está de buenas, la Juaqui da rienda suelta a su imaginación: "Lo que más me gustaría del mundo es ver un ovni, Julián", dice soñadora, "y que me llevaran los marcianos de viaje a su tierra". Al escucharla, Julián se esponja de ternura recordando su juventud, cuando tan aficionado fue a los temas ufológicos y esotéricos. Pese a todo, le resulta irreprimible no aguarle un poco la fiesta a la mujer: "Lo siento, Juaqui, pero por mucha vida que exista en el universo, esparcida por los cientos de millones de galaxias que nos rodean, estamos condenados a la soledad cósmica. Las distancias interestelares son inasumibles. Necesitaríamos cientos de miles de años para transportarnos tan solo a otro brazo de nuestra propia galaxia", le comenta, pedantesco. "Pero, hombre, eso es ahora; lo mismo el año que viene, los sabios inventan un cohete que vaya muy rápido muy rápido. O son los marcianos quienes ya tienen esos cohetes", responde la Juaqui poniéndose casi en jarras.
Julián de Capadocia no quiere entrar a refutar sus opiniones porque sabe que la Juaqui, sin sus marcianos, sería menos feliz. Asumir la soledad cósmica, como él dice, no la iba a liberar de nada, sino que la entristecería más aún de lo que habitualmente está. Así que lo deja en este punto y, junto a ella, alza la vista para contemplar el firmamento. La indiferencia del universo lo llena de pesadumbre, tener las estrellas ante las gafas, no le provoca sino frustración, hasta experimenta a veces un enfado que lo lleva a apretar los dientes. En tal momento, pasa un brazo por la cintura de la Juaqui y la besa en la mejilla, mientras ella sigue hablando medio en susurros de platillos volantes en los que podría ser pasajera. "Anda, vamos a recoger la mesa", dice la Juaqui de repente, "que luego me se llena la azotea de gatos al olor de las sardinas". Arriba, una luna fina como un trozo de uña cortada, o la lejana pelotilla de Júpiter, seguirán alentando los sueños migratorios de la Juaqui como lo han hecho desde la noche de los tiempos con toda la Humanidad.
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