Todos los que rodeábamos el que luego se reveló lecho de muerte del profesor Aragoun, esperábamos que de entre sus últimos estertores surgiera el regalo de una frase lapidaria, una de estas frases que pronunciadas por algún moribundo ilustre, merecen luego fijarse en mármol y bronce, nobles materiales que las conservan, imperecederas, sin que el paso del tiempo las erosione.
Pero no fue así. En la cama del Hospital Sectorial B35, el profesor Aragoun, víctima del cólera morbo, se desaguaba sin remisión por todos sus esfínteres. Tal vez fuera el carácter, llamémosle acuático de su mal, el que hizo aflorar un viejo recuerdo a la manera de un rosebud cinematográfico, y que finalmente dio pie a su postrera frase: “¡Cómo me engañaron los cabrones!”. Ponunciada la cual, hincó la afilada barbilla en el pecho y entregó su alma.
El estupor que nos invadió ante frase tan enigmática se disipó cuando días más tarde comenzamos a investigar los codiciados Diarios del profesor. En uno de los cuadernos que los formaban encontramos una temprana anotación con fecha de febrero de 2036, o sea, cuando el profesor Aragoun contaba 14 años de edad, por lo tanto, iniciados apenas los conflictos que llevarían al planeta a la Segunda Recesión. A esta primera entrada le sucedieron otras —alternadas con comentarios acerca de sus jornadas escolares—, donde felizmente hallamos solución al misterio.
El engaño a que se refería el profesor en su frase se debió a una compra por catálogo, en concreto a unos denominados Monstruos marinos o Monos marinos, criaturas de las que decía la publicidad que nacían casi al instante al sumergir en agua unos “insignificantes cristales” y a las que capacitaban para producir constante diversión. Ante tantas expectativas, anotaba el profesor la magnitud de su deseo, compartible con todos sus amigos y compañeros de clase, pero irrealizable su adquisición por lo oneroso de su precio, nada menos que 975 neokópecs. Pero fuera por unos inesperados beneficios en el negocio de armas de su padre, que se reflejaron en el regalo en metálico por su cumpleaños, más el premio que ganó en un certamen de redacciones patrocinado por una conocida marca de refrescos de cola, el entonces niño Irving Aragoun, se vio en posesión de la cantidad anhelada.
Veintitrés días y catorce horas (como vemos, la conocida prolijidad en los datos del profesor viene de antiguo), según anotó en su diario, fue lo que tardó en llegarle el pedido a su domicilio. E, imaginamos, pocos minutos los que transcurrieron desde la recepción de aquel sobre con olor a comida para peces, su apertura, y la mágica disolución del contenido en el agua de una vieja pecera esférica. El resultado de todo ello fue una… pero no, mejor no… dejemos que sea el propio profesor Aragoun el que tome la palabra según las anotaciones del diario:
“¡Vaya timo! ¡vaya mierda! ¡Estos son unos bichos asquerosos que ni tienen narices, ni colmillos, ni se ríen, ni hacen cabriolas, ni nada, ¡y además son transparentes como las gambas! ¡me han engañado!... Esto no va a quedar así, hablaré con papá y que se lo cuente a Gerardo, el de los bazookas, que vive allí, donde está la tienda, en Cornellá Ziagzú…”
Las últimas palabras del párrafo aparecen emborronadas, imaginamos que por la acción de las lágrimas vertidas sobre la tinta. Posteriormente, la anotación que sigue, escrita tres semanas después, sólo dice: “Ji ji ji ji”
2 comentarios:
Ji ji ji ji
Bueno, no le engañaron tanto, al final parece que se divirtió aunque de otra manera.
(Respecto a tu comentario por el libro de Dragó, lo de la autocomplacencia es durante todo el libro y me ponía enferma; me recuerda a un poeta que dijo una vez que el que se hacía llamar poeta, no lo era, y cuándo le preguntaron después que qué era él, dijo que él era poeta)
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