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CÍCLADAS
Para Ana Minecan
Hay un hombre ante nosotros que pule una estatuilla,
pero está de espaldas y tal vez se trate de una mujer.
El mar que rodea la isla en la que vive aún no es el mar
de color vino donde Homero extravió a Ulises,
ni mucho menos la isla del centro se llama Delos.
Deberán nacer allí el brillante Apolo y la cazadora Artemis
para que protejan a los héroes (Crono apenas balbucea).
Pero sin importarle nada de esto,
frente al mar de transparentes verdes,
tan rico de hipocampos y delfines,
el paciente artista sigue puliendo su figurita
con la arena abrasiva que llega de la otra isla.
Solo él o ella conocen su propósito
—brazos cruzados bajo los pugnaces pechos,
triángulo púbico, abdomen abultado, esbelto cuello—
Nosotros, nada sabemos. Imaginamos, especulamos,
investigamos caminando a tientas como ciegos
y hasta ponderamos la belleza del albo mármol de Paros.
La blancura que no soporta el artista de las figurillas
que no entiende los rostros sin ojos ni bocas,
las cabezas sin largos rizos, los cuerpos sin tatuajes protectores
y que ya trazará la pintora o el pintor del poblado
sin que nosotros conozcamos su porqué, ni Picasso, Brancusi,
Moore o Modigliani supieran su para qué.
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