martes, diciembre 29, 2020

Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 33

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33

Solo parece haber una excepción para que Julián de Capadocia decida no vestir sus usuales camisetas publicitarias de los negocios de su barrio: asistir a un entierro. Cuando acontece tan luctuoso suceso (o "contratiempo", como lo califica Julián emulando a un personaje cinematográfico), recupera de su modesto armario un traje color marrón que estuvo de moda a finales de los años 70, una antigualla compuesta de chaqueta de anchas solapas y aparatosos botones a los que acompaña un pantalón de perniles acampanados. Así vestido, se presenta en el domicilio del finado, en el tanatorio, o directamente, en el cementerio, lo que causa cierta incomodidad en los presentes, que lo perciben como un tipo estrambótico que añade a su traje anticuado un pañuelo que asoma sus cuatro puntas por el bolsillo de la pechera y una corbata de nudo gordo. Lo estrafalario siempre resulta molesto.

Datada está la última asistencia de Julián de Capadocia a un óbito: fue exactamente el 17 de octubre de 2018, y el fallecido, su amigo y compañero de trabajo Manolín Carrasco, víctima de un fallo multiorgánico producido por el consumo de unas setas que juró y perjuró a su familia que eran comestibles, apoyado por el consejo telefónico que le transmitió el propio Julián, aunque solo escuchó la mitad del mismo, pues hubo un corte en la conexión: "Todas las setas son comestibles... (al menos una vez)". Sea como fuera, depositado el cuerpo de su amigo en una habitación acristalada del tanatorio al que estaba asociada su póliza de deceso, Julián de Capadocia se presentó con su traje aún aromatizado de antipolillas y en una actitud tan por completo estoica que admiró a los deudos, sobre todo a la Margari, la viuda de Manolín. "Ya sabes lo cabezón que era, Julián, y mira que se lo advertí...", logró articular entre hipidos, "¿Quieres pasar a despedirte de él?"

No sin alguna aprensión, Julián aceptó la sugerencia y accedió a la habitación donde se exponía el féretro destapado. Discretamente, las cortinas de la ventana que se comunicaba con la sala de duelo, estaban echadas, por lo que Julián se encontraría durante unos minutos a solas con su amigo, así que, a partir de ahora, lo que contemos no son sino especulaciones extraídas de un encuentro posterior. El caso es que Julián, entristecido al no reconocer a Manolín en aquel rostro de perfil afilado al que habían maquillado como a una muñeca, le dijo en un lamento: "Pronto te rezarán un responso al que no asistiré en la capilla de este establecimiento y hasta una postrera oración en el cementerio que tampoco escucharé, todo fundamentado en ese "por si acaso" que mantienen los débiles de fe. Pues si ese es el motivo, yo también tengo mi porsiacaso, Manolín". Dicho esto, Julián de Capadocia sacó de su monedero una moneda de dos euros, se acercó al cadáver e intentó abrirle la boca. Resultó imposible, pues los tanatoesteticistas habían sellado la dentadura con pegamento de cianocrilato, así que optó por dejarla alojada entre las muelas y la carne interior del frío moflete. Después, se limpió los dedos con el pañuelo. "Este era mi porsiacaso, amigo Manolín. Una moneda para que pagues a Caronte y te lleve con buen viento en su barca por la laguna Estigia rumbo al inframundo del que nadie vuelve".

Concluida la misión que se había marcado, Julián accionó el picaporte dispuesto a abandonar la gélida estancia, pero se detuvo y volvió al ataúd para abrir de nuevo la boca del muerto y sustituir la moneda de dos euros por una de cincuenta céntimos. "Tampoco es cuestión de derrochar", frase con la que acrecentó a los ojos de testigos invisibles su inmerecida fama de tacaño, pues prueba de todo ello, de que la acción fue real, es que cuando a la mañana siguiente Manolín Carrasco fue incinerado, un operario del horno crematorio incluyó la moneda medio fundida entre las cenizas con que llenó hasta colmatarlo, el jarrón funerario que entregaron a la Margari.
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