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30
Relató Julián de Capadocia ante su nuera Esmeralda la lección que recibió de su propio hijo, Diógenes, cuando, alarmados por la llamada urgente que habían recibido de don Servando Longoria, el director del sanatorio donde se hallaba ingresado el muchacho, acudió con Charo (fue aquel su último año de vida) vaticinando alguna desgracia. Pero por fortuna, no fue el caso. "Sabíamos que Diógenes es muy aficionado al dibujo y a la pintura, pero no hasta tal punto" —les comunicó en su despacho— "Pasemos a su habitación, por favor". Tras un largo pasilleo, Julián, Charo y don Servando, llamaron a la puerta de la habitación de Diógenes. El joven recibió a su padre con tirantez en el gesto y la palabra, no así a su madre, a quien abrazó con efusión. Pronto, los saludos dieron paso a la estupefacción. Los visitantes enmudecieron. Las paredes de la habitación estaban cubiertas de pintura: la de la derecha albergaba una copia de "La fragua de Vulcano" de Velázquez a su tamaño natural; en la de la izquierda, aparecía otra copia, en este caso, de "El nacimiento de Venus" de Boticelli en toda su extensión. Ambas eran perfectas de proporciones y colorido.
—Es un maestro... Julianito es un maestro (recordemos que Diógenes es un nombre familiar) —comentó arrobado de asombro don Servando.
—Pero, ¿cómo has pintado esto, hijo mío? —preguntó Charo.
Diógenes, levantándose de la silla, dejó vagar la mirada a través de la ventana enrejada.
—Cualquier pigmento es digno. La laca de uñas que hurto a las cuidadoras, los pétalos de flores del jardín, los restos de comida, la pintura que abandonan los operarios, la tierra que alimenta a las lombrices, los excrementos... —Diógenes seguía enumerando elementos mientras sus padres y don Servando detenían su atención en una pared u otra. Sobre la sencilla mesa, se disponían unos libros de arte y unos cuadernos. La habitación se encontraba ordenada con una precisión maniática.
—Ahora, preferiría estar solo —anunció Diógenes mirando al techo y dando la espalda a los visitantes.
El director sugirió salir del cuarto y Julián de Capadocia, cabizbajo, abrió la marcha, mientras su mujer, Charo, se enjugaba unas lágrimas con un pañuelo estampado de florecitas. Ya en el exterior, los lustrosos zapatos de don Servando que habían hecho crujir la gravilla, llegaron con él encima a la cancela de entrada, iniciándose la despedida tras una última charla mantenida en el despacho. "Julianito es un portento", comentó a los apesadumbrados padres, "y se encuentra en proceso de franca recuperación, por lo que, repito, pensamos que en po..." Fue entonces cuando escucharon la voz de Diógenes reclamándolos a grandes gritos desde la ventana: "¡Mamá, papá, por favor, volved un momento!". De nuevo alarmados, se dirigieron al interior del recinto y accedieron raudos a la habitación de Diógenes. El muchacho, que los recibió con una lata de pintura en una mano y una brocha en la otra, se limitó a decirles: "El verdadero valor de las cosas es su propia fugacidad". Quedaron de nuevo asombrados, porque tanto "La fragua de Vulcano" como "El nacimiento de Venus", habían desaparecido bajo una espesa capa de pintura blanca. El silencio que se creó en ese momento lo rompieron los abrazos que se dieron padre e hijo llenos de recíproca gratitud. "¡Qué gran lección he recibido hoy de ti, hijo mío!", dijo Julián de Capadocia con la voz tomada por la emoción.
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