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Capítulo 11
(—Don Julián, su hija de usted, la señorita Mercedes… ha… ha desaparecido.)
del capítulo anterior.
Apenas el sol despuntó sobre los tejados provocando el gorjeo de los pajarillos que saludaban al nuevo día, comenzó una jornada, que de intuirla, Apolo detuviera su carro para siempre y así, la noche, como negro velo de luto, habría acompañado mejor la serie de sucesos que luego acontecieron.
Fue en horas tan tempranas cuando dos monjitas Abundinas atravesaron la callejuela que separaba su convento de la mansión de don Julián. Su cometido no era otro que relevar a la pareja de muchachas que habían quedado al cuidado de Merceditas. Escandalizolas mucho que tras llamar al portón las recibiese una pitañosa Marijuli, que bostezante y despeinada, mostraba en sus ojeras la huella indudable de las más torpes actividades. La visión de las Reverendas Madres, que despertábala sin duda de un sueño depravado, hizo que sustituyera sus indolentes gestos por una alteración del ánimo que la llevó a tartamudear, tal fue el terror que se apoderó de su persona. Asustadas también, las monjitas penetraron en la casa hasta toparse con la imagen que mujeres de tan alta virtud no deberían haber visto: el aire viciado por el tabaco, el olor del alcohol que aún emanaba de las copas vertidas sobre la mesa y, sobre todo, el ver a la compañera de Marijuli amodorrada en una otomana y cubierta apenas su desnudez por un mantón floreado, turbaron de tal manera a las monjitas, que tras bajar de las habitaciones superiores sin encontrar rastro alguno de Merceditas, no dudaron en desceñirse las correas de los hábitos para fustigar con la mayor furia a aquellas dos desvergonzadas.
Gritos, ayes y lamentos llenaron la estancia, sin que ningún trozo de piel de las perdidas dejase de ser lacerado por el cuero. Necesitaron de toda su fuerza las Hermanas para arrancar de aquellas hijas de Satanás el secreto de la pasada visita de Teresa la Liebre, desvelado el cual, las maritornes fueron encerradas en la carbonera mientras que ellas, presurosas, se dirigieron de nuevo al convento para dar cumplida información de lo acaecido a la Madre Superiora.
Sufrió mucho Sor Gervasia y a punto estuvo de costarle un síncope tamaña noticia, pero, mujer que no se amilanaba ante las adversidades, decidió llamar a capítulo a don Eusebio y a otras fuerzas vivas, para después del conciliábulo, tratar de remediar la situación con la premura que marcaba el regreso de don Julián. Agitados todos, decidieron encaminarse al lupanar de María la de los Ratones para buscar allí a la culpable del despropósito y a sus posibles cómplices con el sigilo que marcara una delicada gestión. Pero todo aquel movimiento no podía pasar desapercibido, y ya en la calle, la noticia —continuó mi amigo B. con un afortunado símil— corrió con la velocidad con que el fuego discurre por un reguero de pólvora. En poco tiempo, el pequeño grupo que inició la marcha hacia el burdel de María, se fue nutriendo tanto de curiosos como de elementos que ante la gravedad del caso creyeron tener al fin justificación para la destrucción apocalíptica. A todo ello contribuyó la facundia de don Eusebio, que a cada poco deteníase para lanzar ardientes soflamas, las cuales, junto con las consignas de las Damas Católicas de la Misericordia, enaltecieron el ánimo de los congregados hasta la catarsis que finalmente se produjo. Organizada la horda e improvisado el armamento, la distancia se cubrió al paso que marcaron los dos carabineros puestos en vanguardia.
A esas horas todo era silencio en el lupanar. Las allí alojadas, tras una más de sus noches de lujuria, dormían el sueño de la molicie sin que sus pútridos corazones pudieran adivinar que en pocos momentos se encontrarían todas huyendo como conejos por las rastrojeras. Así sucedió, pues el improvisado somatén a poco de derribar la débil puerta de entrada, penetró como tromba en la infame casa solicitando a grandes voces la presencia de Teresa la Liebre. Nada se obtuvo ni nada se obtuviera, pues pudieron constatar todos que ni la pérfida criada ni Merceditas estaban allí, pero llegar a esta conclusión no fue fácil. Antes, los garrotes y hasta las sombrillas de las señoras, hablaron con el convincente lenguaje de los golpes y una a una, las perdidas, con María en primer lugar, recibieron en sus carnes el castigo a tanta sevicia. Ni siquiera el tío Borrico, el viejo organillero, se salvó de la justa ira de la enaltecida tropa, que tras asenderearlo, acabó por arrojarlo al barrizal de una cochiquera.
(Continuará)
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2 comentarios:
Con devoción y arrobo sigo los lances de esta novela, superior en todo a cualquier otra de las publicadas en este siglo y en el anterior.
No tarde en ifrecer el próximo capítulo.
Será una injusticia fatal si el permio Cervantes no recae el año próximo en el sr SAP.
ªla noticia —continuó mi amigo B. con un afortunado símil— corrió con la velocidad con que el fuego discurre por un reguero de pólvora"... lágrimas de risa corrieron por mis mejillas...
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