.
Capítulo 1
Desleíanse las nubes de la tarde en los delicados malvas, rosas y anaranjados que como despedida al día, arrancaban los últimos rayos del sol, siendo así que el cielo todo, henchido de fantásticas irisaciones, ofrecía el oriente de la perla más fabulosa. Sólo el vuelo rectilíneo de los piadores vencejos rasgaba aquel prodigioso escenario como si un telón de moaré fuese herido por cien cuchillas oscuras a las que el tornasolado lubricán pusiera punto justo de contraste.
Fuera por la tibieza del aire o por lo ameno del paisaje, decidimos mi amigo B. y yo continuar aquella senda que desde las más extremas callejas del pueblo nos había llevado hasta los muros del camposanto . Lejos de que aquel recinto despertara inquietud en nosotros, la fragancia de las madreselvas que tapizaban el cancel de entrada, invitaba a franquearlo y a continuar el paseo ceñidos luego por la silenciosa compañía de los panteones y las tumbas.
Así lo hicimos, y presto, la lectura de epitafios fue separando nuestro caminar en la medida que la soledad es necesaria para meditar en la fugacidad de la vida y en cómo los mármoles tallados y el afilado ciprés eran final reflejo de las pompas mundanas. Bajo aquellas lápidas, la tierra cobijaba y aunaba al avaro y al pródigo, al menesteroso y al hacendado, al casto y al lujurioso; la podredumbre no hacía distingos y cercenados por la guadaña, el reposo era igual para todos. La vanidad, la codicia, el deseo ¿encontraban acaso premio ahora en el negror de las fosas? Qué de las veleidades humanas, qué de las mieles del amor, qué del fuego de la juventud, qué del ingrato comején del odio... Cuánto lamenté entonces no haber sido poeta para verter mis originales pensamientos en rimas tenebrosas.
Fueron muchas mis preguntas y mucha la desazón que obtuvo mi mente al formularlas y fue entonces que sacome de mis zozobras la llamada de mi amigo B. que, retirado en un extremo, permanecía ante una lápida con el fruncido ceño del que rescata un triste recuerdo.
—Mercedes. Merceditas Tárrega —acertó a decir cuando me acerqué a él.
—¿Merceditas Tárrega? —pregunté yo suavemente para no extraerlo de su concentración.
—Sí... Merceditas Tárrega... La pobre Merceditas Tárrega —repitió con lúgubre acento.
—¿Merceditas Tárrega? —volví a inquirir interesado.
—¡¡Sí, cojones, Merceditas Tárrega!! —respondió airado señalando la tumba.
En efecto; sobre una sencilla losa de granito , el nombre de Mercedes Tárrega Rocamador aparecía labrado junto a un crucifijo de bronce y las fechas que databan nacimiento y muerte de la que consideré desdichada, tal era la cercanía de las cifras. Mi condición de forastero —como invitado pasaba unos días de asueto en la casa de B.— unida a mi curiosidad, llevome a interesarme por la infeliz que ante nosotros se encontraba, siendo en ese momento que un palomo (o tórtolo) que emprendió el vuelo de entre los cipreses soltó su excrementicia carga sobre la lápida provocando un manchurrón de tal calibre que ocultó por completo la g del apellido de la finada. Mi amigo, furioso por la ignominia, agitó un puño amenazante a las alturas y clamó con voz cavernosa:
—¡¿Ni siquiera vosotras, aves del cielo, vais a respetarla?!
Pero en cuanto acabó la frase, un segundo palomo (o tórtolo) imitó al primero haciendo que su evacuación acertara plenamente en el ojo derecho de mi amigo, provocándole terribles ayes a causa del escozor. Irritado, ciego, apenas acertó a tomar el pañuelo de hierbas que le acercaba para que enjugase aquella vergüenza que nos dejó mudos. Corrido y con el ojo de la color de un tomate, guardó su ira ayudándose de profundas inspiraciones, y tras santiguarse ante la tumba con ademanes sombríos, terció su capa y se cubrió de nuevo con el chambergo. Tomome luego del brazo y emprendiendo el regreso a la villa de P., dio comienzo a una de las historias más sobrecogedoras que hayan llegado a mis oídos.
Ahora que la transcribo, aún tiembla mi mano por el horror.
*******
"Debo retrotraerme a algunos años —comenzó diciendo mi amigo—. Exactamente a la mañana de otoño en que un desconocido se apeó de la diligencia que cada martes llegaba a nuestra plaza Mayor. Era la figura del caballero por todo exótica, en cuanto asemejábase —como así resultó ser luego— a la de un indiano que regresara de ultramar. La piel tostada por los soles antillanos era de un tono dorado, muy alejado de la mate quemazón de nuestros labradores. Fornido y de luenga barba negra, el caballero tenía algo de coloso, vestido como iba con un traje blanco de esos que liquis se han dado en llamar, y tocado con un sombrero de amplias alas del mismo color. Ayudábase en su caminar por un bastón de ébano con empuñadura de plata que devolvía, argénteos, los reflejos del sol. Para completar el dibujo, su vientre lo cruzaba una leontina de eslabones de oro preñado de esmeraldas, cualquiera de los cuales hubiera bastado para comprar muchas fanegas de tierra.
Bajó tras él una niña de unos doce años, ataviada con tantas sedas y dijes que era toda tal un ascua de luz por donde sobresalía una carita que los querubines de la gloria hubieran envidiado. El caballero la tomó gentilmente de la mano y dando algunas órdenes al cochero, dirigió luego sus pasos hacia la cantina para tomar un refrigerio. El corrillo que acostumbran a formar los curiosos para recibir a los viajeros que cada semana arriban al pueblo, tuvo en esta ocasión motivo para las habladurías, levantadas no sólo por la llegada del misterioso forastero y la niña sino por las decenas de maletas, baúles, sombrereras y cajas que componían su equipaje, y que tras su descarga fueron llevadas tras ellos y puntualmente a la posada.
Transcurrieron días donde todo el tiempo de los vecinos estuvo dedicado a las indagaciones y a aventurar hipótesis que desvelaran el origen del viajero y de la niña. Sabedor de los comentarios que provocaba en cuanto abandonaba su alojamiento para llevar a la pequeña a pasear por la Alameda de las Monjas y que los saludos cordiales a cuantos se cruzaban con ellos y las amables palabras dedicadas a las damas que se interesaban por la nena, no eran suficientes para calmar los murmullos que tras ellos se alzaban como el polvo, decidió terminar con los comentarios del modo más práctico.
Fue así que una tarde apareció en el balcón principal de la fonda y a la voz de "¡Queridos paisanos quiero deciros algo!" consiguió reunir a varias docenas de personas entre las que se encontraban nuestro mismo señor alcalde y don Sixto , aquél que fue durante tantos años teniente de Carabineros de nuestro puesto. Una vez creada la expectación tanto por el anuncio como por llamar paisanos a los reunidos, ésta atrajo al silencio y tras él se pudo escuchar al caballero que con clara voz de suave acento, dio principio a su mensaje:
(Continuará)
.
1 comentario:
¡Carambola! Ya me tiene usted en ascuas hasta la próxima entrega... ¿por qué será que este estilo antañón y recargado, zalamero e hipocritón, nos atrae tanto? No somos tan viejos como para haber devorado en la infancia las novelas por entregas de Luis de Val o Antonio Contreras, por citar a dos célebres fabricantes de prosa lacrimógena (próximamante en el Desván).
Y sin embargo...
Publicar un comentario