martes, septiembre 15, 2009

"Manual de entomología"


Por aquel tiempo había empezado a amar a los insectos. Aprovechaba cualquier rato libre para escapar al jardín y tenderme en la hierba. Allí enterraba la cara entre las briznas que se deformaban tras el cristal de la lupa y me sentía muy feliz cuando un insecto, cualquier insecto, se paseaba ante mi mirada crecida durante segundos o minutos.

En muchas ocasiones incluso fui capaz de asociar el insecto observado con su correspondiente dibujo de mi manual de entomología. No perseguía, sin embargo, un afán clasificatorio de orden científico. Sabía, o al menos intuía, que en el breve espacio que conformaba el jardín delantero se desarrollaba una vida inasequible a la tabulación. Y no sólo eso. Tal vez bajo mis zapatos transcurría la existencia de seres desconocidos aún. Últimos ejemplares de especies a los que se les acabaría el tiempo dado a vivir y que agotarían su ciclo sin ni siquiera haber sido nombrados. Pero nada de esto me preocupaba realmente. Mi disfrute consistía en la simple vigilancia, premiada de vez en cuando como digo, con la coincidencia de lo visto y las imágenes del libro.

El caso es que esta actividad llegó a ser obsesionante. Así, cuando regresaba del bufete para comer en casa, no dudaba en sacrificar este rato para dedicarme durante casi hora y media a la placentera observación.

Tumbado en el césped, devoraba un bocadillo en aquella postura incongruente y giraba el cuello para beber una lata de cerveza. La llegada de la noche y su falta de luz no aminoraban mi entusiasmo, al contrario; lo llenaban de interés, pues era durante la oscuridad nocturna y ayudado de una potente linterna cuando pude observar los ejemplares más curiosos, los más bellos, todos inmersos en la frenética actividad que les suponía la excitación de la luz eléctrica.

Volver al trabajo representaba un sacrificio pagado tan solo por la certeza de que el diminuto jardín y sus habitantes permanecerían en su sitio. Sucedía igual que Waltraud y sus noticias, siempre iguales, siempre en su lugar en el momento que dedicaba a pintarse las uñas de los pies. Su voz llegaba desde el interior de la casa, rotunda como los algodones que se colocaba entre los dedos: "Cariño, te recuerdo que los Spitzer vienen hoy a cenar".

No soy de esos hombres absurdos que escapan de la consideración que de mí puedan tener los demás. Me hago cargo del rechazo que en la mayoría producían mis actividades. Sí. Para qué dar más vueltas. La opinión general es que estaba trastornado y achacaban mi insania a lo evidente: a las muchas horas dedicadas a la contemplación y estudio de los insectos. El argumento era insostenible, por supuesto. La incapacidad de mi esposa, por ejemplo, y su simplicidad al extraer consecuencias de una acción, de una actitud, la abocaban a la falacia. Decía: "Los insectos me dan asco; te pasas el día mirando insectos". Faltaba que añadiera: "Luego me das asco, cariño". Nunca acabé de acostumbrarme a los sofismas de Waltraud. Ni a sus noticias sobre los Spitzer, ni a su pintura de uñas entre algodones. A pesar de todo, agradezco a los tres que me dieran la oportunidad de conocer y observar especímenes de entomología forense. Fascinantes casi todos.

© Sap.
es.humanidades.literatura

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