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La jaula de los monos
No sé qué extraña conjunción de olores que me ha asaltado esta mañana en una calle ha hecho que me traslade a la vieja y enorme jaula de monos que había en el Parque cuando yo era niño.
En aquellos años de poca conciencia ecológica, convivían en tal prisión toda clase de simios: una pareja de chimpancés, varios mandriles, macacos gibraltareños, monos aulladores, diminutos titís. La algarabía constante de esa república vocinglera y hedionda la azuzaban además los espectadores que no dejaban de arrojar a los monos cacahuetes, trozos de plátano, chicles, pan duro y hasta cigarrillos encendidos porque los chimpancés eran contumaces fumadores. Las peleas en el interior eran feroces y las conductas reprobables: los primates simulaban coitos, se masturbaban como exhibicionistas, o excretaban mostrando el culo (muy colorido en el caso de los mandriles machos) al público congregado. Todo aquello, claro está, que mezclaba el maltrato animal de los mordiscos junto con el atentado a la moral que suponían las continuas prácticas sexuales de los micos, hizo que la delegación municipal de Parques y Jardines decidiera el cierre y desmantelamiento de la memorable jaula de los monos de tan felice memoria.
Bien, sirva todo lo escrito para comentar que, en efecto, el olor que me llegó hace unas horas actuó como magdalena proustiana y me llevó a aquella jaula y a sus desgraciados y apestosos prisioneros, un olor que, no sé a qué rara relación obedecía, lo asocié siempre con el de un corrupto betún de los zapatos.
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