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Siendo niño, recibí en una ocasión un regalo incongruente: una caña de pescar. El pequeño artefacto era todo de plástico y se componía de dos tubos huecos de color crema por los que discurría un sedal rojo, un mango forrado de tiras igualmente de plástico y una especie de carrete parecido al del esparadrapo con una protuberancia que hacía funciones de manivela. Lo mejor de la caña era sin duda el anzuelo, porque era un anzuelo de verdad.
Esta caña, que me acompañó en un par de ocasiones durante nuestras dominguerías familiares en una ribera pueblerina, se mostró por completo inoperante. Sentado sobre una piedra del arroyo y cebado el anzuelo con un trozo de pan, me llené de una frustración que crecía por minutos, una frustración que se completaba con los sarcasmos que me dedicaban mis familiares, alrededor todos ellos de la paella, cuando me veían aparecer caña al hombro, con expresión sombría y sin nada en las manos.
Decidí no volver a intentarlo. Fue así que en vez de pescador de peces, me hice pescador de toallas. Y es que, sentado en la taza del wáter mientras efectuaba mis deposiciones, entretenía el momento arrojando al suelo lo más lejos posible la toalla del lavabo, la del bidé y hasta una de baño (nuestro baño familiar era estrecho y muy largo, como un estuche de estilográfica). Entonces, desde mi puesto privilegiado, lanzaba el hilo, el anzuelo se enganchaba en alguna de ellas casi siempre y arrastraba hasta mí la pieza capturada. Conseguidas las tres toallas o las que fueran, el juego daba comienzo de nuevo.
Es cierto que con esa caña de juguete no pesqué ni un maldito pez; pero un rápido cálculo me hace estimar en 824 el número de toallas conseguidas. Me extrañaría muchísimo que haya habido o siga habiendo en el mundo un solo habitante que superara, o al menos igualara, este récord que sigo detentando. ¿Conocéis a alguien?, ¿a que no?
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