Iluminadas por la lámpara de carburo, también aparecieron impolutas sus mantillas blancas y fresco aún el colorete que habían aplicado a las mejillas.
(Del cap. anterior).
3.
No puede describirse el contento de Violeta cuando a la mañana
siguiente su padre le hizo entrega del regalo aunque bajo la rigurosa promesa
de no decirle nada al doctor, que tal vez no llegara a entender las necesidades
de la niña. Por fin tenía el compañero de juegos que tanto anhelaba sin
importarle su mudez ni su frialdad. “Le llamaré Chip” anunció Violeta a unos
padres que contemplaban con arrobo el trío formado por su hija, el perro y
Chip.
Ni
que decir tiene que aquel primer amiguito, no pudo cumplir sus funciones más
allá de cuatro o cinco días, por mucho que Violeta —sustituyendo el agua de
colonia— lo rociara con el formol que guardaba el doctor Amelius en la sala de
autopsias. Acostumbrada tanto por las lecciones del galeno como por sus
incursiones en los gélidos dominios de éste y el conocimiento de sus huéspedes,
nunca le dio importancia a la especial condición de Chip y mucho menos le causó
aprensión. Mas con todo, cuando al rigor mortis sucedió la laxitud, la cianosis
generalizada y los evidentes síntomas de descomposición, el desconsuelo de
Violeta sólo encontró fin cuando Leopold, mientras volvía a enterrar al
pequeño, le aseguró que en días sucesivos, nuevos amiguitos ocuparían el puesto
dejado por Chip.
Así
fue. Y a Chip le siguieron Chop, un niño de dos años gordezuelo como un lechón,
Chap, Chup y Chispita, una chiquitina de rubios tirabuzones que por extrañas
condiciones de su naturaleza consiguió permanecer casi una semana en compañía
de Violeta. A todos los vestía y los desvestía, intercambiaba ropas, les
cantaba nanas o los regañaba con esa diligencia que muestran las niñas cuando
juegan a las mamás. Pero nada gustaba más a Violeta —cuando coincidía tener a
varios de aquellos muñecotes juntos— que apoyarlos en un muro y jugar a la
maestra imitando las actitudes del doctor Sandbuch, o darles de comer papillas
de tierra y agua hasta que se les salía por entre los dientecillos de leche.
Incluso para dotar de mayor realismo a su pandilla, aprovechó sus conocimientos
botánicos y poniendo sobre los párpados de cada niño un poco de la resina que
rezumaban los cipreses, quedaban pegados, consiguiendo de esta manera que
permanecieran con los ojos abiertos, aunque eso sí, con expresión espantada,
mirando sin mirar pero, lo que era mejor, sin importarles la cojera de la niña
y su procedencia. Cuando el sol les daba de cara en la primavera maravillosa en
que Violeta cumplió sus diez años, nada hubiera deseado más que inmortalizarlos
en un daguerrotipo.
Por
supuesto que resultaba doloroso deshacerse de sus compañeros en cuanto
comenzaban a estropearse, pero quiso la suerte que la epidemia de gripe
española que se extendía por Europa cubriese con su velo negro la región de
Zwickau. Aquella circunstancia, que en tantos hogares sembró e hizo germinar
la semilla de
la desgracia, proporcionó a Violeta una inagotable fuente de amiguitos muertos.
Curiosamente, el doctor Sandbuch jamás estuvo al tanto de aquellos
esparcimientos puesto que en cuanto se anunciaba su visita y tal como sus
padres le habían ordenado, Violeta escondía los cuerpos en la caseta del fiel
“Nicho” (que no dejó de protagonizar varios estropicios), y pasaba con el
doctor a la sala de autopsias a recibir sus lecciones.
Fue
por aquellos días de lluvia incesante cuando el buen galeno realizó los
primeros intentos por corregir la cojera de Violeta. Un prestigioso colega suyo
de Frankfurt, abundando en una larga relación epistolar, pudo proporcionarle
los planos para fabricar un aparato ortopédico de avanzado diseño. Con la
colaboración de uno de los herreros del pueblo y del viejo Hausschuh, el
competente zapatero de la
Birnestrasse , consiguió realizar un prototipo que sobre lo
artesanal era de basta apariencia, pero suficiente como para probarlo sin
descanso en el pie de Violeta. La niña daba unos pasos arriba y abajo de la
sala, era observada y volvía a sentarse para que el doctor procediese a ajustar
la tornillería, el correaje o el ángulo de las pletinas. Muchos de estos
ensayos tuvieron como espectadores a unos embelesados Leopold y Helga, que
contemplaban los progresos de su hija con los ojos empañados por la emoción y
con un agradecimiento hacia Sandbuch que llevaba a ambos a besarle las manos.
Luego, cuando marchaban a sus labores y después de largo rato de prácticas, el
doctor quitaba el zapato con arneses y teniendo a la niña en sus rodillas
aprovechaba la soledad para dar paso a una conversación que se venía repitiendo
desde hacía semanas:
—¿Quieres
un caramelito, Violeta? Ya sabes que tengo muchos caramelitos para ti si te
portas bien —, le preguntaba acercando mucho su cara congestionada por el
aguardiente a la carita de porcelana de la niña.
—¡Uno
de fresa, quiero uno de fresa Herr Sandbuch! —exigía Violeta agitada por la
impaciencia.
Mientras
la niña desenvolvía la golosina de su papel encerado, el médico, que a duras
penas podía contener una respiración convulsa hecha de pequeños estertores,
acariciaba el aparato ortopédico y seguía más arriba, más arriba, palpando bajo
la falda los muslos de Violeta que, a su edad, comenzaban a adquirir formas
definitivamente femeninas.
—No
le habrás dicho nada a tus papás de los caramelitos, ¿verdad? Ni de los
masajitos que te doy para fortalecerte las piernas y lo demás, ¿verdad,
pequeña?—, continuaba el doctor al que el acaloramiento había obligado a
desprenderse de la chaqueta y a desabrocharse el cuello de celuloide.
—No,
no les he dicho nada —decía la niña pasándose con gusto el caramelo de un lado
a otro de la boca, mirando distraída y quieta las moscas que revoloteaban sobre
algún ocupante de la marmórea mesa de autopsias.
—Así,
así me gusta, Violeta. Ya sabes que también he descubierto el secreto de tus
amiguitos, ¿verdad? Y que podría quitártelos y meterían a tu padre en la cárcel
por insensato, ¿verdad?—, seguía el médico, entrecortando con pequeños jadeos
su discurso—. Y ahora, verás, verás… tengo una sorpresa para ti, un caramelo
nuevo… bueno, no es exactamente un caramelo, pero estoy seguro que te va a
gustar mucho…
Y
el doctor, ponía a la niña en pie y él mismo se levantaba de la silla
resoplando y pasándose su enorme pañuelo por la frente que exudaba fuego. En el
mismo momento de meter el pulgar en la cintura del pantalón, un oyente atento
podría haber entendido las palabras que nacían temblorosas y salían sordamente
atropelladas entre sus dientes: “A ver
si van a creer ese palurdo de Leopold y la redicha de la madre que mis desvelos
para con su hija, mis clases y mis experimentos van a salirle gratis. Están
listos”.
Cuando
el doctor Amelius Sandbuch abandonaba minutos después la sala de autopsias con
la chaqueta echada al brazo, terciada la chistera, un habano recién encendido
en la boca y haciendo molinetes con el bastón, Violeta quedaba planchándose la
falda con las manos, arreglándose los lazos de las coletas y deseosa como nunca
de volver a la caseta de “Nicho” a recuperar a sus amiguitos. Las moscas,
indiferentes como el cosmos a lo humano y sus pasiones, seguían revoloteando
sobre algún cadáver.
(Continuará...)
.
2 comentarios:
No sé qué de la historia me recuerda al ilustre Doctor Thebussem. Y al gran Flaubert, por otro lado, aunque no sé si eso será buscarle cinco pies al gato.
Bui très bonito.
.
Ni idea de quién era este Doctor Thebussem hasta que lo has citado y luego he arrebuscado. Me ha resultado interesante desde el primer momento. Seguiré rastreando.
Muchas gracias.
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