viernes, junio 15, 2012

"Violeta, la hija del enterrador", 2

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el doctor Sandbuch sabía que ante la cerrazón de los habitantes de Cainsdorf, la existencia de Violeta iba a ser muy difícil. 
(del cap. anterior)





2.

Así fue, y tanto las sospechas del buen doctor como la de los padres se cumplieron en los más crudos términos, pues llegado el momento de buscar escuela a Violeta, debieron vencer un sinnúmero de reticencias hasta que Fräulein Dunkel la admitió como alumna en su parvulario. Una vez allí y desde el primer día, Violeta dio muestras de poseer una singular inteligencia, lo que unido a su carácter bondadoso y a su simpatía, hizo que la maestra se decidiera a defenderla cuando a la hora del recreo era víctima de las crueles burlas y contundentes palizas de sus compañeros. La consecuencia de estos comportamientos no fue otro que, por un lado, el continuo ir y venir de Leopold y Helga a la escuela para expresar sus protestas por el trato que recibía su hijita y por el otro, sus auxilios casi diarios por restañar las heridas y hematomas con que cada tarde se presentaba Violeta en el cementerio. Todo fue inútil. Fräulein Dunkel se mostró impotente para gobernar a aquellos pilluelos al frente de los cuales se encontraba Joachim, el hijo del burgomaestre, en cuyas amenazas proferidas en el recio dialecto de la tierra se podía resumir el calvario de la despreciada:

—Pus comu a mí me toque un pelu esa coja piojosa, le arreu un sopapu que la descabezu…

Un par de semanas fueron suficientes para que Leopold y Helga se resignasen a la evidencia, tomaran la decisión de mantener con ellos a Violeta y asumiesen la tarea de su educación entre los muros del camposanto. Para tal fin, la ayuda del doctor Sandbuch fue inestimable, pues siendo hombre de muchos y curiosos saberes, aplicó a sus paseos con la niña la máxima de enseñar deleitando y desde la botánica a la entomología, todas las disciplinas encontraron en la despierta inteligencia de la pequeña una receptora ideal.

Sin duda, el cementerio era un envidiable campo de trabajo, no sólo por la profusión de plantas y animalillos que servían de ejemplos vivos a las clases de ciencia natural, sino que las esculturas y bajorrelieves que adornaban tumbas y panteones se prestaban como ideales muestras para imbuir en la niña el amor a las artes. Con total simpleza pero con efectividad, el bastón del médico se convirtió en el cálamo con que se ayudó para las clases de escritura haciendo de la tierra encerado, una práctica para la que Violeta demostró asombrosa capacidad. Algo similar ocurrió con la lectura, donde las inscripciones de las lápidas sustituyeron con ventaja las toscas cartillas de cualquier escolar al uso. Con no poca paciencia en un principio —paciencia que se vio recompensada en pocos meses— el doctor supo guiar a su alumna en el aprendizaje de la lectura aprovechando cualquier epitafio a los que les llevaba su peripateia sin importar que interrumpiera, por ejemplo, una sencilla exposición sobre la vida de las abejas. El bastón del galeno señalaba y Violeta se aplicaba en la labor:

—Ma.. ria Bächle fa… fa... falle… fallequió…
—No, no, Violeta, no es fallequió, es falleció. La ce con la i es ci, no qui.

Y la niña continuaba tras la corrección con el buen talante de siempre:

—Tu… hi…go… Tu higo…
—No, no, Violeta, no es tu higo.
—Tu… ¿Tu jigo?
—Tampoco es jigo, Violeta. Es “tu hijo”… “tu hijo no te olvida”… la jota con la o es jo, no go y la hache no se pronuncia.

Transcurrían así los días, con paseos bajo los sauces o al abrigo de la chimenea cuando el mal tiempo imposibilitaba la enseñanza al aire libre, aunque tampoco desdeñaba el doctor el tomar como escenario docente la sala de autopsias y aun el depósito. De todo ello se sirvió para insuflar en Violeta el soplo del pensamiento más racional; siendo así que desde sus primeros años la niña aprendió a convivir con la muerte con toda naturalidad, observándola y asumiéndola sin rastros de miedos ni de trascendencias. Tanto es así que cuando “Nicho”, el viejo perro de aguas de la familia, escapaba despavorido de las amenazas de Leopold llevando entre los dientes el páncreas o un trozo de hígado o un riñón de los autopsiados, Violeta daba rienda suelta a los cascabeles de su risa y protegía al perro tras sus faldas:

—¡Demonio de perro! ¡Un día te voy a partir el alma, maldito!— rugía Leopold levantando el azadón sobre su cabeza. Acción que de inmediato detenía la niña respondiendo con candor:

—No es nada, papá… Ven, “Nicho”… aquí, “Nicho”… ¿Ves? Ya se la he quitado…—, y en efecto, entre juegos con el perro, devolvía la víscera al cubo de cinc del depósito con una naturalidad que desarmaba a un padre que, pensativo, se pasaba la mano por la barbilla hirsuta y daba grandes chupadas a la pipa. Luego, por la noche, en la cama con su esposa, le comentaba a ésta sus inquietudes:

—No sé Helga si le estamos dando a nuestra hija la educación apropiada. Se encuentra tan sola… y este doctor Amelius que tal vez le esté llenado la cabecita de pájaros, de herejías…

—No, Leopold. Las enseñanzas del doctor serían un privilegio para cualquier niño, pero por otra parte considero que no son suficientes para cubrir su principal carencia: Violeta, más que otra cosa, necesita amiguitos—, concluía Helga con preocupación (Helga, como se ve, era una mujer muy bien hablada porque leía mucho y provechosamente a Goethe).

Así era. Salvo por la compañía de “Nicho” y del doctor Amelius, Violeta crecía como el más bello de los crisantemos y la más fragante rama de ciprés… pero sola. Mas tal privación la supo solventar Leopold la tarde que decidió exhumar el cadáver de un bebé de apenas unas semanas y que le había parecido un sol dormido cuando abrieron por un momento la cajita para dedicarle el último adiós. Aquella misma mañana, mientras procedía a darle sepultura entre los miembros de una acongojada familia deshecha en llanto, fue fraguando la idea. “Total”, pensó, “ya que no va a ir al cielo por no estar bautizado, bien podría servirle de juguete a mi Violeta”. Horas después, ayudado por el negror de la noche, llevaba a cabo su proyecto tras haberlo consultado con su esposa. No le costó mucho esfuerzo deshacer el trabajo efectuado por la mañana y descerrajar la tapa del pequeño ataúd con el filo de su azadón. De entre las tablas extrajo entonces a aquel niño que parecía dormir. Iluminadas por la lámpara de carburo, también aparecieron impolutas sus mantillas blancas y fresco aún el colorete que habían aplicado a las mejillas.

(Continuará...)


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