Desestimé el amor de Elena porque la curvatura de su cuello,
el dibujo de su barbilla, el nítido arabesco de los labios y la arista de la nariz,
eran idénticos a los de tía Leonor. Un perfil gemelo.
No fue una revelación paulatina, sino al contrario, inmediata
y alarmante. De la misma intensidad con que un día me sorprendió frente al
espejo el rostro de papá puesto sobre el mío, convertido yo en él, practicando
la misma gesticulación, incluso en el detalle de los más odiados ademanes.
Lo mismo sucedió con Elena. Sobre ella se impuso la imagen
de tía Leonor, la hermana de papá. En ella se instaló por tanto la presencia de
tía Leonor vestida con abrigo de falso astracán, la tía Leonor de rutilante
bisutería y de peinado formando caracolas endurecidas de laca, la del bolso
negro de imitación piel y la estilográfica turquesa con que firmaba los
documentos de mi ingreso, acompañada por el cabeceo aquiescente del doctor
Costart cotejando las cifras de unos talones.
Su presencia, digo, se interpuso entre nosotros ensuciando
nuestra relación con una pátina incestuosa. Acceder entonces a la boca
enamorada de Elena, a su apetencia de besos, se convirtió en un ejercicio
desabrido, tanta era la fuerza de la evocación y tanto es el poder de un
perfil, de una ondulación. Desde entonces nunca tuve valor de explicar a Elena
los motivos de mi apatía, de mi renuncia al juego de las caricias. Mi cobardía
era mayor que observar con dolor su desconcierto.
Al principio no fue así desde luego. Conocí a Elena cuando
al iniciarse mi nuevo estado y el trasladarme de ciudad, implicó la urgencia de
alquilar un apartamento. Aquello me hizo visitar un gran número de agencias
inmobiliarias. En una de ellas trabajaba Elena como vendedora a comisión. Sentí
un estallido.
Para ingresar en su vida, adopté la antigua técnica de la
emboscadura. Me apoyé en visitas innumerables a la agencia para interesarme por
apartamentos que nunca alquilaba o para pergeñar cualquier excusa económica o
una duda sobre la disposición de las habitaciones o el emplazamiento. También,
esperar el fin de su horario apostado en las cercanías para luego forzar un
casual encuentro se convirtió en una peripecia emocionante.
Ya lo dijo alguien: Todo enamorado es un merodeador.
Finalmente contraté un minúsculo estudio con cocina
americana. La llave que me entregó Elena vino acompañada de su corazón, y a la
misma vez que abrió la puerta de aquel séptimo cielo, sirvió para encerrar en
el más recóndito pliegue del cerebro las consultas con el doctor Costart, los
tratamientos agotadores del sanatorio.
El agua helada. La electricidad.
Fueron días felices. De aquellos de leche y miel, de vino y
rosas. Pasear cogidos de la mano fue la fuerza que destruyó las sombras. En
ningún momento la mano de Elena atrajo la imagen de la otra mano: La de tía
Leonor acompañándome a la primera reunión con el doctor Costart. La mano que
rellenaba impresos y rubricaba protocolos con tintineo de pulseras. El amor de
Elena hizo que se disiparan las nubes y encontré en su abrazo no sólo la paz
sino lo que meses antes creía imposible: El olvido.
Por todo ello traduje el amor de Elena en la decisión
radical de abandonar la medicación.
Por lo demás, no me resisto a ufanarme orgulloso: Elena no
sólo me amaba sino que sobre ello mostraba hacia a mí una completa adoración, a
la que se unía la circunstancia de ser, en sus mismas palabras, el primer
hombre de su vida. Cualquier muestra de virtuosismo banal por mi parte la
llenaba de asombro. Podía admirar tanto mi velocidad resolviendo crucigramas
como mi entonación tarareando viejos boleros. Llegué a probar sutilmente juegos
de sumisión y tensé el hilo de oro que nos unía sin que llegara a romperse. No
dudo que Elena hubiera aceptado todas mis dosis de perversión sin reproches.
Ahora la modestia me impide enumerar el resto de circunstancias que me hicieron
aparecer ante ella como un pequeño dios. ¡Cuánto la amé! Tuve que dar la razón al aserto: “Qué
desvalido se encuentra el hombre frente al halago”.
Pero luego, tal vez un día o una noche, el cable de la
lámpara de pie desenrollado en el suelo dibujó el perfil. La casualidad nos
arruinó. Aquellas inflexiones asociaron a ambas mujeres y la boca de Elena se
llenó de oscuridad, de las tinieblas del falso astracán de tía Leonor, de sus
perfumes antiguos, de su mano cerrando los ojos de papá recién muerto. Se me
hizo insoportable, por tanto, mantener aquel amor inoperante que me llevaba a
la renuncia de los besos.
Nunca tuve valor de explicarle los motivos de mi desinterés.
Elena naufragaba en el desconcierto y mi poca apetencia hacia ella la achacaba
a diversas circunstancias pero excusando siempre mi actitud.
La ruptura llegó a ser brutal, pero en ningún momento Elena
trató de incomodarme. Jamás visitó el hotel donde me trasladé, nunca me asaltó
en la calle. Sólo se limitó a dejar mensajes telefónicos en el contestador
automático. Su voz allí era una letanía de ruegos, una sucesión de hipidos
entre los cuales solicitaba explicaciones. Después volvía a llorar y yo soltaba
el teléfono que se movía oscilante sin tocar el suelo. Tumbado en el sofá,
apoyaba la cabeza en el regazo cálido de tía Leonor desde donde llegaba la leve
fragancia de la naftalina. Desde mi posición, su perfil adquiría toda su
intensidad. A la vez, su mano se hundía displicente en mi pelo, rastrillándolo
con dulzura, acompañada por el tintineo de las joyas y su voz en un susurro:
“Tonto, bobito. Teniéndome a mí”.
© Sap. es.humanidades.literatura
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4 comentarios:
¡Qué desasosiego!
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Un tipo ciertamente antipático el narrador. Pobre muchacha.
Gracias por tu comentario, Ángela.
¿Y qué quieres, tanta descarga y tanta ducha helada? :))
Me gutó.
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Gracias por tu comentario, Kate.
¿Y la tita Leonor? Valiente pajarraca que era la señora...
:-)
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