"EL HOMBRECILLO" - y 3
La
ciudad me aturdió desde el momento que bajé del tren en la estación de Saint
Lazare. Los andenes estaban repletos y fueron como el último vestigio de lo que
sucedía a cientos de kilómetros. El límite donde se acotaba la epidemia. La
inmersión en la alegría de los soldados que regresaban anulaba la presencia de
los que tenían que volver, los organismos infectados en los que nadie quería
pensar. Hacía apenas dos años que yo fui uno de ellos, pero aquel tiempo se
había convertido en un milenio insalvable. Lo comprobé en la cantina. La
algarabía de las novias y las madres, la suma de los pequeños ruidos que hacían
al entrechocar los vasos y los platos, las voces, el acordeón de un mendigo, todo me
atemorizó. Me sentí incapaz de comer o de moverme con tranquilidad y salí de
allí.
Fuera de la estación la vida se desarrollaba
no sólo con normalidad sino con exaltación. París era una fiesta y sus
habitantes habían decidido decir adiós a las armas. Creí por un momento que
podría retomar lo que una vez me perteneció, lo que nos perteneció a los
hombres del barro. Pero comprobé la imposibilidad de mi deseo por la evidencia
de que la gente que se iba cruzando en mi camino, reidora, despreocupada,
vestida de domingo, nos había olvidado.
Cuando fui a pagar la copa que tomé en un
bistrot, encontré en el bolsillo las cartas de Pignon. Las rompí en pedazos al
salir y la templada brisa de la primavera los esparció por la acera. Nunca
regresaría. Nada me vinculaba ya al lugar de donde había vuelto. Ni siquiera
unas cartas para entregar.
La Rue des Troyannes estaba cerca y me
dirigí a ella tratando de aplazar el encuentro con Dominique. En el trayecto,
los carteles fijados en las fachadas que animaron al alistamiento habían sido
sepultados por otros con la efigie del hombrecillo. Cuando llegué al
cinematógrafo tuve que guardar una larga cola. A pesar de mis ropas civiles,
los que la formaban me miraban como si fuera transparente. Encontré un sitio
libre en las últimas filas, entre familias que deseaban terminar el domingo con
algo que les divirtiese. Cuando se apagaron las luces para comenzar la
proyección y el pianista hizo sonar los primeros acordes, noté que me había
orinado encima. Pero el hombrecillo apareció en la pantalla y el público
comenzó a reír nada más ver su rostro.
Se celebraban todos sus gestos y sus muecas
cómicas. El hombrecillo huía de sus perseguidores pasando bajo las piernas o
daba una patada a un gigantón de grandes cejas. Reposaba y se limpiaba las uñas
con la punta de su bastón de bambú. Las carcajadas ocultaban la música del
piano. En poco tiempo yo mismo reía contagiado por las imágenes de la pantalla.
El hombrecillo se encontraba desvalido en aquel balneario tan lleno de
enemigos. Como si alguien lo hubiera internado allí por error para olvidarse
después de él.
Recordé a Dominique sin ningún tipo de pesar pero con el mismo miedo. Me
sorprendieron mis propias carcajadas igual de intensas que las que deformaban
las caras y humedecían los ojos de cuantos me rodeaban. El gigante de las cejas
caía en un estanque y el hombrecillo le pasaba por lo alto levantando el bombín
como disculpándose. En su ágil pequeñez estaba su fuerza. Olvidé que el asiento
estaba mojado por mi propio orín como si ocupara el lugar de un niño tan
desvalido como el pequeño héroe.
Pignon, Lebecq, Bouchet y todos los demás lo
hubieran entendido. Cuando me levanté, varios espectadores de atrás
protestaron. Incluso uno quiso obligarme a sentarme de nuevo tirándome de una
manga. Entonces saqué la pistola. No tenía sentido retrasarlo más. En la
oscuridad de la sala, el haz de luz arrancó destellos de leche al nácar. Al
verla, algunos gritos cercanos no consiguieron silenciar las risas y los
palmoteos. El fogonazo del primer disparo iluminó de color todo el blanco y
negro en que estaba inmerso. Hirió al pianista provocando una nota discordante
que ya nadie escuchó. Tuve que disparar una segunda vez para que el ruido
llevara al público a agolparse en la puerta de salida. Alguien, uno cualquiera,
cayó al suelo. Nada diferenciaba los gritos de aquella gente que se pisoteaba
de los que daban los heridos amputados. En torno a mí se escondían entre los
asientos tratando de ocultar la cabeza con las manos. Mientras, en la pantalla
se sucedían las persecuciones y los golpes sin que nadie les prestara atención.
Disparé dos veces más a la multitud congestionada. Nunca volvería. Jamás. Un
hombre quiso detener mi brazo y le volé la frente, otro se llevó una mano al
pecho y me miró fijo mientras caía. Se mataban entre ellos al intentar huir
como una jauría de perros salvajes. No me interesaban. Allá en el fondo, el
hombrecillo besaba a una muchacha y luego tapaba el beso con el sombrero. Fue
irremediable porque ya nada quedaba en el cargador.
©
Sap
es.humanidades.literatura
mayo, 2005
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1 comentario:
Un cuento crudo y cruel... Recuerda las trincheras, el barro, la mugre y la desesperación pintadas por Tardi en cualquiera de sus relatos sobre la guerra de trincheras... adornado, claro está, por su plástica escritura, evocadora de imágenes como pocas, señor Sap...
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