LA LUZ DE UNA ESTRELLA QUE NO EXISTE
1.
Prince estaba muerto. No había duda: estaba muerto, por mucho que se empeñaran en reanimarlo echándole agua por la cara y dándole palmaditas. Acurrucado en aquella manta roja que les habían regalado los jóvenes voluntarios, murió mientras dormía sobre la colchoneta de espuma de bordes desmigajados. Se había meado encima además. Tenía un ojo abierto y otro medio guiñado, como si espiara a la muerte por el agujero de una cerradura.
A sus compañeros les entró mucho miedo. Hasta pánico. Aquello representaba un problema gravísimo para todos. ¿Qué hacer, a quién acudir, dónde ir? Las preguntas habituales del drama con negros. Sin papeles, sin permisos, sin nada. Así que decidieron marcharse, coger las tres o cuatro cosas útiles que habían conseguido reunir —el campingás, la cafetera, los cubiertos— y salir por piernas. Pobre Prince, dijeron cincuenta veces en su idioma mientras trasteaban en sus pobres cacharros.
También los asustaba la causa de su muerte, ¿se debería a alguna enfermedad contagiosa de las que les culpaban? Prince llevaba tosiendo desde que un mes antes celebraron aquella cena de Nochebuena en el comedor de las monjas. Pero a lo peor, algo de lo que comieron no estaba bueno. Nunca acabaron de fiarse de las cosas que comían los blancos, de su sabor a medicina. El rumor sobre un posible exterminio a cargo del gobierno había comenzado a extenderse. El caso es que Prince se ahogaba en su tos y muchas veces se despertaba y salía a vomitar.
Pero ahora ya daban igual la tos y los vómitos. Ahora tenían que hacer algo, lo que fuera. Registraron los bolsillos de su ropa para quemar cualquier rastro que pudiera identificarlo, pero lo único quemable que encontraron fue uno de esos resguardos que daban en la oficina de correos y el papel escrito a lápiz por el hombre que tenía el olivar y que les dijo que era el contrato. En el otro bolsillo, Prince guardaba una moneda de un euro y dos monedas de cinco céntimos.
Dejaron atrás el tinglado que tenían montado entre los matorrales, con plásticos tendidos entre unos árboles, y huyeron. Hasta pensaron enterrar el cuerpo de Prince, pero las prisas y el miedo les hicieron ver la complicación que les causaría perder tanto tiempo. Así que después del registro, le quitaron las zapatillas deportivas y la gorra de visera con el escudo del Betis y como decimos, corrieron campo a través. Al poco tiempo, se dispersaron y disiparon entre los olivos.
No sabemos, sólo suponemos, que los últimos pensamientos de Prince antes de quedarse dormido sin saber que jamás despertaría, los dedicaría a su familia o, tal vez, a la muchacha que saludó varias veces cuando era guardacoches y que una vez se dejó besar por él en la mejilla. La muchacha a la que luego le machacó el cráneo con un adoquín de granito. Nadie lo vio. Era su secretillo, un asunto del que, claro, no compartió ningún detalle salvo con su amigo Greg. La suerte le vino de cara porque culparon a unos argelinos y a los pocos días, a Greg lo atropelló un camión. Quedó limpio de todo excepto de la imagen final de la muchacha.
Aquello sucedió cuando retomó el trabajo de aparcacoches una vez que se acabó la faena en el campo. Ya había sido aparcacoches al principio, cuando eran los buenos tiempos en que se sacaba cada día más de treinta euros. Pero luego, cuando comenzó el paro masivo, empezaron a llegar más negros a las calles que él trabajaba y aunque sólo fuera con los compatriotas, hubo de compartir tramos cada vez más pequeños, hasta que llegó un momento en que se disputaban el favor de un conductor como una manada de hienas.
Entre uno y otro periodo, el de abundancia y escasez, encontraron trabajo él y dos nigerianos amigos en la construcción de una autopista. Allí hasta aprendieron a manejar maquinaria y se hicieron fotos al lado de los enormes vehículos amarillos. Vestían unos chalecos reflectantes con los que se sentían operarios definitivos. Aquellas fotos las llevaba siempre encima, junto con la que se hizo al lado de la motocicleta Yamaha del jefe, y otra en la piscina de la hacienda donde se celebró el fin de la obra. Una vez le pidió una foto a la muchacha, pero no quiso dársela. Ni volvió nunca a besarlo.
Pero la autopista terminó de construirse y vino el tiempo de las cosechas, de las caminatas buscando trabajo en la recogida de la fresa, de las flores, de los tomates, de la aceituna, de las uvas de la ira… Entre una y otra campaña, volvía a la calle de siempre a aparcar coches. Una calle donde llegó a ser popular. De vez en cuando los empleados del Mercadona cercano lo abastecían de productos a medio caducar, o su amigo Paco, el repartidor de la Coca Cola, le regalaba artículos de promoción aparte de alguna que otra botella. A Prince le resultaba inconcebible que existiera algo más delicioso que una Coca Cola. A principios de diciembre consiguió unos gorros de Papá Noel, con el logotipo de la marca, que les parecieron perfectos para enviarlos a sus sobrinos.
Desde que llegó, casi dos años antes, sólo había podido comunicarse por teléfono un par de veces. Fue con su hermano Gbayi, cuando viajó hasta Ibadan. Su voz se oía con total nitidez aunque él tuvo que hablar a gritos para hacerse entender entre el barullo del locutorio. Gbayi vino a decirle que no estaría mal que mandase algo de dinero. Prince dijo que ya vería, que no tenía mucho, pero que intentaría enviarles unos regalos aún sabiendo que era más que probable que se perdieran por el camino, robados por los funcionarios de aquí y de allá.
Esto ocurrió poco antes de la comida de Navidad en lo de las monjas. Fue el último momento en que disfrutó de cierta felicidad o tranquilidad o estabilidad, pues después se echaron de nuevo a recorrer los campos y acabaron durmiendo casi en la intemperie. Lo de la muchacha debía parecerle que sucedió hacía mil años. A pesar de todo, como dijimos, era más que posible que a ella y a lo que pasó con ella, fueran dedicados sus pensamientos antes de conciliar el sueño. Sabemos, porque lo dijo el compañero que estrenaba reloj, que salió a vomitar fuera a las 11:47 de la noche.
2.
Los Osoba se reunieron alrededor de la mesa ocupando con gran orgullo las dieciséis sillas disponibles, no en vano, el prestigio y la riqueza de una familia no se medía ya por el número de cabezas de ganado que poseía sino por el número de sillas de plástico. A más sillas, más familia; a más sillas, más gente a la que ofrecer hospitalidad. Venían a la ceremonia y la casualidad les regaló una sorpresa.
Sobre la mesa dispusieron la deteriorada caja de cartón, y expectantes, dejaron que fuera la abuela, el miembro más viejo de la familia, la que la abriese. Con no poco esfuerzo y la poca ayuda de sus dedos deformados, la abuela rompió los papeles que la envolvían, desató cuerdas y despegó cintas adhesivas. Una caja y su contenido siempre es una sorpresa, mucho más siendo como ésta, llegada desde tan lejos y tras tanto tiempo de viaje. Dijo el hombre que la trajo que había salido de Europa en diciembre. Había llegado al poblado casi en agosto. Por eso no importaba que fuera tan pequeña.
Los niños, de pie en las sillas, se apoyaban en el borde de la mesa para estar más cerca de todo cuanto ocurría. Deseaban ser los primeros en conocer qué clase de maravillas sacaría la abuela de allí dentro. Los mismos papeles donde venía envuelta la caja ya eran una maravilla. Nunca habían visto tantos colores brillantes. Se los disputaron como una familia de surikatos hasta que el padre consiguió poner orden.
Por fin la abuela extrajo el primer objeto. Era otra caja, plana, oblonga, envuelta en desconocido celofán (sólo Gbayi recordaba con nostalgia el celofán de las cajetillas de tabaco de cuando estuvo en Lagos trabajando en una planta petrolífera). Con todo el cuidado que pudo la desenvolvió y puso el delicado celofán junto con los papeles de regalo. La abrió. Dentro, y en otros envoltorios también de celofán, venían como unas masas de mandioca oscuras (era una caja de polvorones y mantecados.)
Luego vino una segunda caja. A todos los desconcertaba el hecho de la caja que contenía otras cajas. Pero esta segunda, aunque parecida a la primera, era más pequeña pero igualmente llena de letras doradas, brillantes. Sacaron de ella una tableta de un material blanco, muy duro y lleno de trozos de algo parecido a las bunké (se trataba, claro, de una tableta de turrón. Era, al igual que los polvorones, de la marca Hacendado, la marca blanca de Mercadona). Bajo ella, y envueltos en una bolsa de plástico, Prince había incluido para los niños de la familia cuatro de esos gorros rojos ribeteados de blanco y con un borlón en la punta que usan, precisamente los blancos, para celebrar sus fiestas. El mismo gorro que se ponía un hombre gordo que en alguna ocasión habían visto cuando fueron a la ciudad (¡ay la ciudad! ¡casi quinientos kilómetros para llegar allí!) Los gorros provocaron un nuevo altercado, pues eran cuatro gorros para seis niños. Al final consintieron en ir turnándoselos bajo la amenaza de echarlos fuera de la choza.
Y ya está. ¿No había nada más en la caja?
Bueno, sí. Todavía quedaba algo en el fondo. Tal vez lo mejor. Un sobre con seis fotografías de Prince. Seis fotografías en color. Todo un lujo. Al verlas sacar del sobre, los niños, que eran sobrinos y primos de Prince, armaron otro pequeño revuelo y de nuevo intervino el padre; pero aunque sometió a los pequeños, no pudo contener la curiosidad de los adultos —los abuelos, la mamá, los tíos de Akure, la tía Agbeke venida de Lafia con su hijo, el primo Oluwatoni, el hermano mayor de Prince, Tiwatope, y su mujer Dumbili…— que se disputaron las fotografías dando paso a una lucha de vozarrones y exigencias. ¡Allí estaba Prince, el que había remitido la caja desde tan lejos!
Atentos todos al padre, que agrupó las fotos de nuevo en su mano, guardaron silencio unos minutos para escuchar la lectura de la breve carta que las acompañaba. En ella, de manera un poco confusa, Prince les informaba de lo bien que le iban las cosas, de que ya tenía un coche y una motocicleta, que vivía en una casa enorme y muy bonita donde a veces le visitaban sus amigos y que —esto no gustó mucho a la abuela ni a la madre— había conocido a una muchacha blanca que se llamaba Ana (escribió Hana, con hache) con la que le gustaría casarse… pero también les decía cuánto los echaba de menos y cuánto añoraba la comida que preparaba mamá. Luego mandaba saludos para todos, sin olvidarse de nadie.
Aunque fue difícil mantener el orden, el padre dejó que las fotos fueran pasando de una en una por todos los congregados en torno a la mesa. ¡Qué asombros, qué admiraciones! A la misma vez, la abuela permitió que la tableta de turrón (de la que no sabían cómo se comía, pero sí que estaba muy dulce) fuera turnándose para ser lamida por todos. La gruesa lengua del abuelo se demoró en ella hasta provocar las protestas de los niños.
Las fotos no dejaban lugar a las dudas. Si las vieran, los vecinos que hacían tantos comentarios suspicaces sobre cómo vivían sus paisanos en las ciudades de los blancos, harían muy bien en cortarse las lenguas. Porque allí estaba Prince, fotografiado junto a sus compañeros de trabajo al lado de un automóvil enorme y amarillo; y también en el borde de una especie de pequeño lago de aguas azulísimas. Todos sonreían enseñando sus dentaduras blancas. Todos eran felices y vestían ropas de colores maravillosos y brillantes, colores que no habían visto nunca.
Se alcanzó un estado de cierta tranquilidad.
Luego vino la comida y las mujeres, siempre bajo las órdenes de la abuela, se encargaron de trocear el cerdo que con motivo tan especial habían asado. Lo comieron con plátano y puré de mijo. Los mayores bebían cerveza de palma mojando en ella los mantecados de Mercadona. Bueno, no los encontraron malos pero tampoco eran nada del otro mundo. Literalmente, nada del otro mundo.
La sobremesa, tras el suculento almuerzo, estuvo muy animada. Prince, claro está, era el centro de todas las charlas que se iniciaban. Pero fue tanto el tiempo hablando sobre él y fue tanta la cerveza trasegada, que Prince acabó convertido en objeto de envidia y codicia. Tiwatope no dejó de hacer comentarios llenos de amargo sarcasmo. Luego se unieron con igual mordacidad el primo y hasta el abuelo. Tenían mal beber. A la vez, los niños jugaban fuera con un perro, armando mucho alboroto, levantando tierra polvorienta, turnándose sus gorros de Papá Noel bajo el sol ardiente.
Fin
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(Desocupado lector, si llegaste hasta aquí mereces como nadie mi deseo de unas fiestas apacibles. Gracias por tu lectura.)
:-)
©Sap es.humanidades.literatura 22/12/2010
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1 comentario:
Pues yo he llegado hasta aquí, y me ha gustado mucho tu relato. También te deseo unas fiestas apacibles.
Un saludo.
Angela
PS. Te he conocido por el blog the Antonio Muñoz Molina.
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