jueves, noviembre 25, 2021

Antonio y María

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¿Quiénes son los fotografiados?, se preguntarán los distinguidos seguidores de este chorriblog. Pues con mucho gusto les solventaré el enigma en un periquete: son, de izquierda a derecha, Antonio y María. Ea, misterio resuelto con ironía.

Verán, cuando en 1964 llegamos al nuevo barrio, entonces en las afueras, desde un centro de la ciudad que en buena parte se encontraba ruinoso, nos pareció entrar en Disneylandia. Aquellos edificios del Patronato Nacional de la Vivienda de diez plantas de altura eran de arquitectura moderna, de un audaz racionalismo. Por entonces, todo olía a nuevo, como la cartera de un colegial al comenzar el curso escolar; los pisos, por los que se pagaba un alquiler simbólico antes de pasar a ser propiedad de los inquilinos, eran amplios y estaban generosamente distribuidos; los bloques se organizaban por pares en torno a patios ajardinados, ¡cada bloque tenía un ascensor que subía y bajaba como en los rascacielos! y, lo más increíble de todo: por cada dos bloques había un portero/mantenedor con vivienda propia e idéntica a las demás.

El portero que nos tocó en suerte a los vecinos de los bloques 7 y 8 fue este señor de la imagen, Antonio, un hombre bueno al que los niños hacíamos muchas perrerías. De entrada, lo llamábamos, sin mayor matiz caritativo, El Orejas. Cuando se enfadaba, hacía que nos perseguía y sacaba un poco entre los labios su dentadura postiza. Antonio el portero siempre iba vestido con un mono azul y barría el patio, podaba los arbolitos, cuidaba la fuentecilla central y regaba las plantas y el propio patio con una manguera, calzado con altas botas de goma o con severas sandalias con calcetines.

En verano, a las horas más calurosas de la tarde, los niños, que nos organizábamos en una horda temible y ratonera, vestidos solo con pantaloncillos de espuma, nos dedicábamos a quemar por los descampados rastrojos de jaramagos con palos impregnados en alquitrán sin importarnos el fuego ni el calor. Volvíamos al bloque tras los incendios sudando como pollos y tiznados por completo de humo, coincidiendo con la hora del riego vespertino de Antonio el Orejas, por lo que comenzábamos la diaria cantinela de "¡Porteeerooo, agua quieeeroooo!". Desbandados al principio, pero puestos en fila después, recibíamos uno por uno el refrescante manguerazo de Antonio el portero, que nos dejaba limpios como delfines y dispuestos, una vez secos, a reclamar la merienda a nuestras madres.

La mujer de Antonio, María, era una mujer muy seria, arisca con los niños y a la que no le gustaba nada que la llamaran María "la portera". "El portero es mi marido, no yo", decía refunfuñando. Como nosotros, vivían en un bajo y la veíamos siempre cosiendo tras la ventana, mirándonos por encima de las gafas con el ceño fruncido como una costura.

La última vez que vi a Antonio fue cuando casi agonizaba en su cama. Yo volvía con mi tío desde Bilbao y entramos a saludarlo sabiéndolo muy enfermo. Un cáncer, una "cosa mala" como se decía entonces, lo había dejado en los huesos y apenas podía hablar. Allí tendido era como un esqueleto en pijama. María le sobrevivió algunos años más, complementando su escasa pensión de viudedad con trabajos de costurera. Cuando mi madre también enviudó y se quedó sola en una casa excesiva, me contó su proyecto de traerse con ella a María para compartir vivienda y darse mutua compañía y ayuda. Pero no hubo tiempo, porque al poco, María murió. Mi madre la apreciaba mucho, un sentimiento mutuo que fue aumentando con los años.

Antonio y María tenían una sola hija, alta, a la que le clareaba el pelo y con cara de mujer antigua vestida con un abrigo igual de antiguo. Los domingos por la tarde venía con su marido a visitar a los padres trayendo una bandejilla de pasteles agarrada por el lacito. Cuando sus padres murieron alquiló el piso a unos estudiantes y finalmente, lo vendió a una familia de chinos.

Antonio y María, como la inmensa mayoría de humanos, pasaron por la vida de puntillas, sin hacer mucho ruido. Las que dejaron, fueron apenas huellas en la arena mojada del existir. Yo no sé si sobre ellos se conserva algún tipo de información en la red; da igual si así no fuera. Pero por si acaso, y porque no mueran del todo en la difuminada memoria global de nuestra especie, o siquiera por agradecer aquellos manguerazos vigorizantes de Antonio y el silencioso aprecio de María por mi familia, lanzo desde este lugar al ciberespacio esta fotografía para que la imagen congelada de ambos, tomada en 1969, viaje no sé cómo, por no sé dónde y hasta no sé cuándo.
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3 comentarios:

EL HIJO DEL HERRERO dijo...

Muy bien explicados esos recuerdos que me evocan una vivencias emotivas y juveniles.

Wilgefortis dijo...

Y aquí recibimos a Antonio y María, y a su hija y sus pasteles, y a los niños, las gamberradas, los manguerazos, y a sus padres y sus tíos y los bloques gigantescos, todos aquí, al menos hoy.

GatoFénix dijo...

Muy bonito el relato. Gracis Sap.