MI ABUELITA
Las primeras referencias que tuve en mi ya lejana infancia de Henry Miller, Joyce,
Proust y Faulkner, fueron a través de mi abuelita. De mi abuelita Carmela. Aún
parece que la estoy viendo como solía contemplarla en mis años infantiles: vestida
de riguroso luto (su hijo, mi tío Rafael, había fallecido al intentar atrapar
un billete de mil pesetas del Monopoly que, volandero, se posó en un tejado),
con su pañolón en la cabeza por el que asomaban las greñas canosas y calzada
con unas alpargatas de cáñamo tan pretéritas como ella. Era una viejecilla
arrugada, tal el escroto de una marsopa, y tenía en sus movimientos algo de
simiesco, algo cercano a la actividad del chimpancé. Desde luego, no paraba
nunca. Delgadita, amojamada, renegrida, era lo que conocemos por un manojo de
nervios.
Mi abuelita era la guardesa de un cortijo aislado en la
inmensidad de la dehesa andaluza y siempre tenía cosas que hacer. Daba de comer
a las gallinas, encalaba las paredes, conducía tractores e incluso, cuando se
terciaba, se arremangaba las faldas y domaba potros fogosos soltando blasfemias
que hacían avergonzase al más cazurro de los gañanes. Acciones como éstas y
otras parecidas, por ejemplo marcar novillos bravos sin la ayuda de nadie salvo
la de sus sarmentosas manitas, se las vi hacer muchas veces cuando me enviaban
al cortijo durante las vacaciones de verano. Os aseguro que con ochenta y
muchos años, que eran los que tenía mi abuela, era cosa de admiración.
Yo era un niño de
ciudad y mis padres habían decidido que sería la abuelita Carmela la encargada
de ir haciéndome un hombrecito, por eso cada vez que acababa un curso en el
colegio me ponían bajo su tutela. La verdad es que a pesar de su agrio
carácter, conmigo siempre se mostró amable y cariñosa, aunque eso sí, era inflexible
en cuanto a mi educación agropecuaria, ¡cómo olvidar aquellas interminables
tardes ordeñando cabras! Vivíamos en una diminuta casilla situada a la entrada
de la finca, separada varios kilómetros del edificio principal donde residía
don Agustín cuando venía al campo, pero con el que apenas se mantenía relación.
Privados de la luz eléctrica y aun del agua corriente, las noches en compañía
de la abuela fueron amenizadas por la lectura de libros de variado pelaje. En
efecto, mi abuelita poseía unos cuantos volúmenes que guardaba bajo el vetusto
colchón de lana de su yacija, todos grasientos y sucios por el continuo
manoseo. Eran producto de los mínimos hurtos que durante años había efectuado
en la biblioteca del señorito Humberto, el hijo de don Agustín. Robaba a
ciegas, afanando lo que primero se le pusiera a tiro y es por eso que la
aparición de Salinger en su vida fue más que nunca fruto de la casualidad. La
mangancia aleatoria llevó a sus manos también varias obras de Vizcaíno Casas.
Debo reconocerlo, mi abuelita apenas
sabía leer, pero a pesar de ello evoco con gozo sus lecturas en voz alta
durante aquellas noches estivales a la luz titilante de la vela.
"Manolito", me decía, "ven p'acá que te voy a leé er Trópico de
Cánse". La pobrecita, desde que se quemó la lengua con una sopa demasiado
caliente, había adquirido un tono gangoso que en ocasiones —cuando algún pasaje
del libro la emocionaba— era ininteligible. Al leer silabeaba con lentitud y
eran vanos sus esfuerzos por intentar que la lectura saliera de corrido.
Curiosamente cuando bebía más de la cuenta (se pirraba por el tinto), su
discurso fluía sin tropiezos, por lo que era yo mismo el que la animaba a
empinar el codo. Tantas trabas no producían en ella ni en mí la mínima sombra
de desilusión, muy al contrario, la lectura farragosa de los textos hacía que
cada palabra se grabase en la memoria y nos deleitáramos con ella. Yo fui feliz
en aquel cuchitril escuchando atento las cosas del "tío de la
magdalena", que es como familiarmente llamaba la abuela a Proust o las
vicisitudes de Holden, el personaje de Salinger. "El niñato éste lo que
está es apapostiao", como decía la abuelita cuando me leía "El
guardián en el centeno". ¡Cuánto disfruté aquella ocasión en que la abuela
me leyó varios capítulos de "Santuario" rodeados ambos en la pocilga por una piara de cerdos porque la casilla se
nos había llenado de moscardones!
Y sí, claro, llegó el momento en que años después todo
acabó. Un telegrama, remitido por el propio don Agustín, trajo la noticia fatal
hasta nuestro domicilio en la urbe: la abuelita Carmela había fallecido. De
cuerpo presente aún, llegamos al cortijo una mañana ventosa para dar tierra a
su cadáver venerable. Fueron escenas terribles para el adolescente en que me
había convertido. Luego, la casilla y sus paupérrimos enseres fueron pasto de
las llamas porque alguien adujo la necesidad de hacerlo toda vez que la
abuelita había muerto víctima de unas fiebres perniciosas. Sólo conseguí salvar
de la quema un ejemplar de "El sonido y la furia" de Faulkner. Al margen
de una de las páginas, la abuelita había anotado con lápiz romo y caligrafía
parvularia: "Vaya rollaso". Lo guardo conmigo.
Sap, febrero, 2001.
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Solución al Damero anterior (nº 66)
A. Papiamento, B. Adulón, C. Nuncio, D. Donoso, E. Endecha, F. Rábida, G. Suevos, H. Ósculo, I. Nueras, J. Lerdos, K. Arreglos, L. Esfinge, M. Suflé, N. Purrela, Ñ. Árbitro, O. Dejen, P. Arquero, Q. Retoces, R. Ojalá, S. Tendales, T. Allende.
Acróstico: P. Anderson, "La espada rota".
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3 comentarios:
"Antonio Muñoz Molina: una poética en calzoncillos".
http://www.elestadomental.com/diario/antonio-munoz-molina-una-poetica-en-calzoncillos
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Pues no entiendo esta alusión al sr. Muñoz Molina encajada en este Damero Mardito, sr. de los Palotes.
Ud. me dirá...
Últimamente ando tan absorto con eso de la composición de una obra de parentescos, que me había hasta olvidado de echar el habitual vistazo al blog.
Bueno, pues el relato me ha gustado y mucho. Está claro que lo importante es aficionarse a la lectura, el modo de inicio no importa.
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