La alegría de la tuerta.
Cuando don Francisco “el Labioso”, nuestro maestro, murió, la clase en pleno tuvo que asistir a su misa funeral. Teníamos once o doce años y era la primera vez que íbamos a un ceremonial tan de personas mayores. En la misa estuvimos muy formalitos, pues el tener tan cerca de nosotros el ataúd donde habían encerrado a don Francisco, nos impresionaba mucho. Luego, cuando el cura terminó el responso, desfilamos ante la viuda para darle el pésame. Nadie sabía qué decirle a aquella mujer que parecía nuestra abuela; menos mal que el Prieto Gallardo, que era uno de los grandullones de la clase, me susurró al oído: “Tú dile, ‘la acompaño en el sentimiento’ y ya está”. Me encargué de repetir el mensaje entre otros compañeros y al rato, todos estuvimos informados. Uno a uno, le fuimos dando la mano a la mujer —¡cómo imaginar que en la misteriosa vida de maestro de escuela de don Francisco, cupieran una esposa y unos hijos!— mientras repetíamos la fórmula que resultó ser mágica porque al final, hasta don José, el director, nos felicitó por nuestro buen comportamiento y nuestra buena educación al decir “La acompaño en el sentimiento”.
Nunca supimos de qué murió don Francisco a no ser que la causa fuera la pura vejez. Cuando cayó enfermo ya no daba clases y solo se encargaba de la logística del comedor; era, en sus palabras, ecónomo. De todas formas, de vez en cuando abría la puerta de nuestra clase interrumpiendo la lección del joven don Carlos o don Julio con la prerrogativa de una soberbia veteranía, asomaba su cabezota de ogro, se alzaba las gafas dejando sin defensa sus ojos de camaleón y nos barría apuntándonos con su dedo índice como si fuera una ráfaga de ametralladora: “¡Me estoy muriendo… Pero que sepan todos ustedes que me han matado, que son los culpables de mi muerte!, ¡que quede en sus conciencias esta muerte!”, tronaba con su voz de acatarrado crónico. Seguidamente carraspeaba, arrancando de la profundidad de sus bronquios y bronquiolos, materia suficiente para formar en el discurrir ascendente por la tráquea, uno de sus célebres salivazos, un gargajo desaforado que, como era costumbre inveterada, escupía sobre un pañuelo gigante. Aquella casi sábana lo albergaba no sin que antes don Francisco lo inspeccionara con sus ojos de sapo para, a continuación, envolverlo entre pliegues y devolverlo a su pantalón.
Yo no se lo dije nunca a nadie, pero cuando me enteré que don Francisco “el Labioso” había muerto, me alegré un poquito. Yo era un niño. Ahora me levanto las gafas como se las levantaba don Francisco, pero tendré pañuelos de papel.
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Solución al Damero anterio (nº 53):
A. Jengibre, B. Áptera, C. Viruela, D. Insectos, E. Edad, F. Rayan, G. Narrase, H. Elíseos, I. Gozque, J. Retícula, K. Erales, L. Trampa, M. Esteras, N. Acidular, Ñ. Tonel, O. LSD, P. Apabullar, Q. Nidal, R. Talio, S. Ímprobo, T. Derrama, U. Ardiente.
Acróstico: Javier Negrete, "Atlántida".
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3 comentarios:
¡Acojonante! ¡Que tiempos! Hoy sería impensable y me parece lo correcto, no hacer a los niños asistir a una misa de difuntos. Desde luego, menos con el ataúd relleno.
También, anunciar su muerte a sus alumnos, culpándolos de ella, no tiene desperdicio. Parece todo puro surrealismo.
¡Damero resuelto, casi en una larga "sentada"!
Huy, qué yuyu, menudo profesor. Qué miedo. Yo habría tenido pesadillas después de su muerte.
En el internado también se murió un profesor. De religión. Era sacerdote,y tenía algún problema de incontinencia (urinaria o de imaginación) porque sus pantalones siempre lucían una enorme mancha húmeda. Por fortuna nos obligaron a ir a misa, pero sin cuerpo presente (aunque algunas compañeras lo lamentaron, porque les daba morbo ver un muerto).
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BeKa y Sr. Carrasco, muchas gracias por vuestro seguimiento y comentarios; pero lo importante, ya saben, es resolver el Damero. Me congratulo que el Sr. Carrasco lo haya hecho con tanta celeridad.
:-)
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