Hoy: "La clave de la clave"
El
dinero que como recompensa cobró mi abuela tras resolver la misteriosa
desaparición de los rubíes del jeque Abdul Ibn Azaz, nos permitió pasar un fin
de semana en Palma de Mallorca. Como todo lo bueno, la estancia se nos hizo
cortísima y hasta tuvimos que anular la visita que mi abuela proyectaba hacer a
su primo Sebastián, el cura.
Fueron
unos días inolvidables, tan lejos estuve del Centro y de sus monitores. Si me
preguntaran qué fue lo que más me gustó de allí, no sabría qué contestar.
Bueno, miento. A ambos nos encantó lo mismo: La barquita que se pasea por la
laguna de las cuevas del Drac donde va montado un fulano tocando el violín. De
ponerse los pelos de punta de emoción. Bonito, bonito de verdad.
Pero como digo, todo fue regresar a casa y complicársenos la vida. De nuevo fue requerida la
ayuda de mi abuela, pero esta vez no por el comisario Gabaldón, sino por la
señora Juliana, la vecina que nos pisa.
No
habíamos terminado aún de sacar el equipaje de la maleta cuando llamó a la puerta
una señora Juliana que lloraba como una magdalena. Mi abuela, en vista de lo
alterada que estaba, la invitó a pasar, pero ella se negó. Quería que
subiéramos a su casa pues necesitaba ayuda urgente y discreta. Este último
término lo expuso mirando alternativamente a mi abuela y a mí.
— No
se preocupe, señora Juliana, que mi nieto es de total confianza. Vamos para
allá —replicó
mi abuela decidida y arremangada.
Subimos
los dos tramos de escaleras que nos separaban de la planta de arriba (la Comunidad lleva años
examinando presupuestos para colocar un ascensor sin decidirse por ninguno) y
esperamos a que nos abriera la puerta una señora Juliana que pequeña y redonda
como una albóndiga, subía sofocada, no tanto por el llanto quedo como por
querer igualar nuestra velocidad.
A
medida que penetramos en el recibidor primero y luego en un angosto pasillo que
conducía a una salita de estar, la señora Juliana, a la
vanguardia, iba encendiendo luces. Pero fue llegar a la salita citada cuando se
desplomó en un sillón negándose a continuar.
— Sigan
adelante, sigan, que yo no puedo... ¡Ay, madre del amor hermoso, y con qué
cuadro me he encontrado! —gimoteaba pasándose el pañuelo por la cara— ¡Qué
cuadro!
La
abuela y yo accedimos entonces a un segundo pasillo, al final del cual vimos la luz que
dejaba escapar una puerta entornada.
— Es
el cuarto de baño, Tomasito —dijo mi abuela abriendo la puerta por completo. Acto seguido
se quedó muda de asombro. Y yo también, ojo.
No
era para menos, pues lo que teníamos ante las narices hubiera hecho huir al más
bragado. Sólo la presencia de ánimo de mi abuela y lo fuerte que me tenía
agarrado por la manga impidió que saliera de allí por patas.
Resulta
que allí, sentado en la taza del wc en inequívoca función, con los pantalones
arrollados en los tobillos, con medio culo granuloso y peludo al aire, con un
periódico deportivo en las manos (del que no digo la Marca para no hacer
publicidad. Jajajaja, ¿entienden el chiste?), y con el cuerpo doblado hacia delante
por la bisagra del espinazo; resulta, digo, que estaba... ¡el señor Antonio, el
que fue marido de la señora Juliana! Y digo “fue” porque para seguir siendo
marido no ayudaba para nada el enorme cuchillo cebollero que tenía clavado en
la espalda hasta la mitad de la hoja.
Sin
importarle mi estupor, la abuela examinó la herida con atención levantándose un
poco las gafas.
— Es
curioso —dijo—
el mismo
cuchillo ha servido de tapón para detener la hemorragia. Una sola puñalada pero
mortal de necesidad, Tomasito. Mira, acércate para que vayas aprendiendo. No
hay duda. Es una herida inciso-contusa que interesa el cuarto espacio
intercostal derecho de la espalda contando por arriba, y que siguiendo una
trayectoria vertical con respecto al plano del corazón, ha llegado a reventarlo
de todas todas. En otras palabras, Tomasito, que al señor Antonio lo han
apuntillado como a un miura.
Siguiendo
las órdenes de mi abuela de no tocar nada (ni siquiera pude cumplir mi deseo de
descargar la cisterna porque vaya vaya cómo había sido la evacuación postrera
del caballero) abandonamos el baño y nos reunimos en la sala con la ya nueva
viuda. No fue necesario preguntarle nada porque ella, entre hipidos de un
llanto sordo, desembuchaba solita.
— ¡Le
juro que no he sido yo, señora Lutgarda! ¡Se lo juro por mis nietos Tamara y
Ramoncito que son lo que más quiero en este mundo! Le juro que me lo encontré
así, tal como está, cuando volví de casa de mi hija de llevarle un túper con
croquetas que había hecho esta mañana.
(¡¿Croquetas?! ¡¿Había dicho croquetas?!
Hmmmmm, yum, yum. Se me hizo la boca agua al escuchar la palabra mágica. Pero
apuesto un huevo a que las croquetas de esta mujer no le llegan ni a la suela
del zapato de las que hace mi abuela.)
— ¿Ha
llamado a la policía? —preguntó mi abuela con los brazos puestos en jarra.
— No,
no; todavía no... es que... ejem... verá usted, señora Lutgarda, yo sé que
usted se hará cargo de mi problema, pero es que antes de que intervenga la
policía... —y
aquí las lágrimas que de nuevo acudían a sus ojos, consiguieron interrumpirla.
— Venga,
déjese de sofocones que ya tendrá tiempo, y dígame qué clase de ayuda busca
usted en mí —dijo
la abuela un tanto mosqueada pues no soporta que se manifiesten las pasiones de
una manera tan desatada.
— Pues
verá, mi Antonio,
mi marido, desconfiaba de los bancos, o como él decía, de las entidades
bancarias. Así que lo poco o lo mucho que hemos conseguido ahorrar a base de
sacrificios lo guardaba aquí... —la señora Juliana, con un último
sorbetón de mocos que la devolvió a un estado calmo y natural, abandonó el
sillón.
Creí que se dispondría a levantar alguna
baldosa, pero qué va. Lo que levantó fue el cuadro que estaba colocado sobre el
televisor; un cuadro imponente que representaba un caballo blanco iluminado por
la luz de la luna (guapísimo el cuadro, sí señor). Bajo él apareció la
inconfundible puertecita acorazada y el mecanismo giratorio de una caja fuerte.
Sí, lo había visto muchas veces en las películas, pero nunca hubiera sospechado
encontrar una de verdad ¡y tras un cuadro practicable! en un pisito de VPO del
extrarradio.
Es
cierto que la imaginación se me disparó y quise intuir que allí, en la caja, el
señor Antonio había escondido, por ejemplo, fotos comprometedoras de su esposa
y de su oscuro pasado, que es algo muy típico... aunque viendo lo absurdo del
supuesto y viendo sobre todo el aspecto de la señora Juliana, que es como la
gemela viva de Rafaela Aparicio, me resigné a la realidad de la pasta. El caso
es que entregado a estas ensoñaciones, perdí el hilo de la charla y para cuando
la retomé, la señora Juliana decía:
— ...ya
ve, la ruedecita, en vez de números tiene letras. Mi Antonio era muy chulo y
nunca quiso decirme la clave que abría la caja porque siendo yo ludópata como
soy —aunque
ahora me estoy rehabilitando— creía que de tener acceso al dinero me lo gastaría todo en
tragaperras.
(Cuando
la señora Juliana hizo esta confesión, mi abuela me propinó un codazo para
advertirme de guardar el secreto de estar yo también en fase de rehabilitación.
En público y ante los vecinos sobre todo, habíamos pactado que yo era ingeniero
agrónomo en excedencia).
La
señora Juliana, continuó:
— Para
hacerme rabiar y humillarme, miren lo que me dijo una vez: “Juliana, eres tan
borrica que aunque te pase la clave por el hocico no la acertarás jamás. Mira,
te voy a decir una adivinanza sin preocuparme de que la solución es la clave,
porque tú no la vas a acertar en tu puñetera vida. A ver: “¿Cuál es el animal
que cuando se levanta anda a cuatro patas, a mediodía anda con dos y por la
noche anda con tres?” ¿Qué me dices? Chúpate esa, Juliana”... Sí, señora
Lutgarda, así se reía de mí. Por eso le digo que viéndolo como está ahora, con
el cuchillo clavado en la espalda, casi me alegro que se lo haya llevado Dios.
Aprovechando
la pausa y empleando sutiles indirectas, hice ver a la señora Juliana lo bien
que me sentaría un cubatita. Ojo, me daba un poco de cosa beber sabiendo que a
pocos metros tenía a un fiambre; pero al fin y al cabo soy persona de variados
registros morales y encontré el adecuado. Captando mi deseo, nuestra vecina se
apresuró a decir:
— ¡No
faltaba más, hijo mío! Anda, busca en la mesita de ahí al lado. Yo no bebo, eh,
no se vayan ustedes a creer queeee... lo que tengo es por si viene mi hija, que le gusta alternar.
Con
suerte encontré una botella de Larios a la que todavía le quedaba un culito —lo demás
eran licores de colorines— y con la
Cocacola , el hielo y la rodajita de limón que trajo la
señora, me fabriqué un cubata muy aparente. Mi abuela, mientras tanto, había
ocupado otro sillón y parecía seguir atenta las explicaciones de la señora
Juliana; pero su silencio me inclinaba más bien a pensar que se estaba quedando
frita. Y es que con el palizón de avión que nos habíamos metido, no era para
menos.
En
cualquier caso, la señora Juliana continuó con su tabarra:
— Fueron
muchas las noches que pasé en blanco dándole vueltas a la adivinanza, pero una
es tan torpe que al final casi me rendí. No tenía ni idea. ¿Pero quiere usted
creerse que cuanto más se reía de mí mi marido, más encabezonada me ponía yo?
Total, que al final, ¿dónde piensa usted que encontré la solución al problema?
Pues en mi nieto Ramoncito, que como estudia tercero de la ESO dio enseguida con la
clave.
A estas alturas, la abuela roncaba débilmente,
así que para no dejarla en mal lugar, desvié toda la atención de la señora
Juliana hacia mí. Despiadada, continuó:
—
“¡Anda qué no eres tonta, abuela!”, me dijo mi Ramoncito, “Si eso es más
antiguo que qué. Pero tú para qué quieres saberlo, eh”. Le dije que era por una
cosa de un concurso de la tele y se lo tragó. Entonces me contó lo de la efingie esa o como se llame.
Le di veinte euros para que no comentara nada con el abuelo y me vine corriendo
para casa.
A todo esto, mi abuela despertó y le dio un
buche largo a la lata de Cocacola. La breve ingesta pareció despejarla, porque
adoptando una postura más cómoda y estirando las piernas con disimulo (padece
de edemas), se dispuso a retomar el discurso de su vecina.
—
Pues nada, todas las ocasiones que, aprovechando que mi marido se iba al Hogar,
intenté abrir la caja fueron inútiles. Cientos de veces di vueltas a la
ruedecita escribiendo H-O-M-B-R-E del derecho y del revés. Pero nada. El muy
egoísta, que sólo pensaba en él y no en mi enfermedad social, me había vuelto a
engañar.
—
Es raro desde luego —comentó la abuela frotándose el puente de la nariz bajo
las gafas.
—
Y ese es mi apuro, señora Lutgarda; que sabiendo que dentro de un rato esto se
llenará de policías y que luego vendrán los jueces y los abogados y los del
seguro y los de Hacienda, quiero recuperar el dinero que me pertenece... ojo, a
mí y a mis nietos, eh, porque lo de mi ludopatía va muy bien. Así que siendo
usted tan despabilada como es, tan lista, ¿no iba acaso a ayudarme? Le prometo
hasta un piquito, que sé que tampoco anda usted muy boyante.
La
abuela siguió frotándose ahora los ojos, más por sueño que por facilitar el
camino a las combinaciones de su cerebro prodigioso.
—
Y le vuelvo a jurar y rejurar que yo no he sido, doña Lutgarda, que cuando
regresé tuve que abrir la puerta con llave y que el asesino, por fuerza, tuvo
que entrar y salir por el balcón abierto.
—
Bueno, bueno —respondió mi abuela agitando una mano como para despejar tanta
palabrería de su vecina—. No mezclemos una cosa con la otra, vamos a dejar lo
de su marido a la policía que para eso les pagan y vamos a centrarnos nosotros
en lo de la caja fuerte... Dígame, ¿el señor Antonio no era el secretario de la Comunidad ?
—
Sí señora, y muchos disgustos que le costaba el puesto, porque ya sabe que en
el edificio, mejorando lo presente, estamos rodeados de sinvergüenzas.
—
¿Y no era él el encargado de redactar los avisos y notificaciones que luego
pinchaba con chinchetas en el tablón del portal?
—
Sí señora. Y muy buena letra que tenía mi difunto.
—
¿Quisiera entonces hacerme el favor de proporcionarme alguna copia de una de
estas notas?
La
señora Juliana, desconcertada, pero venciendo su perplejidad logró incorporarse
y acercándose a los cajones de un mueble, comenzó a rebuscar en el interior.
Mientras tanto, y después de guiñarme un ojo, mi abuela me susurró al oído:
“Tomasito, creo que estamos de suerte y este caso va a estar resuelto de
inmediato”. Decirme estas palabras y henchirme yo de orgullo fue todo uno. Una
vez más me iba a ser dado contemplar en primera fila un espectáculo único: el
pensamiento combinado de mi abuela dirigido a un problema concreto.
Al
rato, la señora Juliana extrajo de una carpetilla azul de gomas un papel
cuadriculado que depositó en la mano de mi abuela.
—
¿Le vale éste? Creo que fue el último que escribió. Era sobre lo del arreglo
del depósito.
Mi
abuela, con el gesto de concentración que significa en ella el alzarse un
poquito las gafas, leyó el papel bisbeando hasta que al rato dijo: “¡Ajá!” y
después: “Lee tú ahora, Tomasito, a ver si llegas a la misma conclusión que
yo”. Tomé el papel y después de un sucinto análisis grafológico que me llevó a
concluir que el asesinado Antonio podría haber sufrido un trastorno sexual que
se manifestaba en la profusión de adornitos y jeribeques de las vocales, leí lo
que sigue:
“Se
rueja a los señores becino, que se pasen por el sejundo letra Be para pagar los
resibo estra de lo de arreglal el deposito del ajua”.
La
solución la misterio se me desveló luminosa apoyada además por la mirada
cómplice y afirmativa de mi abuela.
—
Señora Juliana, haga usted el favor de facilitarle a mi nieto un pañuelo —(¡Oh,
cómo agradecí aquel gesto. Mi abuela me cedía sus derechos haciendo de mí la
herramienta que resolvería finalmente el enigma!)
Acercándome
a la caja fuerte, tomé el único klínex que quedaba en la bolsita de la señora
Juliana. Lo desplegué sobre la ruedecita, cuidándome de no dejar huellas, y
giré el mecanismo en el orden correcto. El orden que, claro está, componía la
palabra O-M-B-R-E, sin la fastidiosa hache que había impedido a la vecina
coronar con éxito sus intentos. La puertecita, emitiendo un leve chirrido
metálico, se abrió por completo y dio paso por una parte a la alegría de la
señora Juliana que botaba como una pelota de balonmano, y por otra, a la visión
de al menos una docena de mazos de billetes sujetos con gomas.
Inútil
describir la conmoción que el parné provocó en la señora Juliana y en cómo ésta
manifestó su agradecimiento en abrazos y besos, que tanto a mi abuela como a mí
nos llenaron de todos los fluidos posibles. No le importó tampoco que los
billetes fueran de aquellos de cinco mil pesetas morados que llevaban impresa
la cara de Carlos III, porque mi abuela la tranquilizó diciéndole que aún
podrían cambiárselos en el Banco de España. Lo que sí hicimos —y la señora
Juliana accedió mostrando no sólo la confianza que mi abuela lograba transmitir
sino su impronta de autoridad— fue llevarnos para casa el dinero en una bolsa
de basura hasta que todo se tranquilizase. Cerramos la caja fuerte, la
ocultamos de nuevo bajo el caballo lunático y nos marchamos dejando a la señora
Juliana al lado del teléfono con la orden de marcar el número de la policía en
cuanto pasaran quince minutos.
Debo
confesar que en el trasvase de billetes de la caja a la bolsa, aproveché un
descuido para hacerme con uno de aquellos apetitosos tacos. Para gastillos
imprevistos, se entiende. Bajamos las escaleras y accedimos a nuestra vivienda
como el que arriba al más deleitoso de los paraísos. Imposible concebir que sólo
unas horas antes aún nos encontrábamos en el aeropuerto de Palma, pesarosa mi
abuela de no haber podido visitar a su primo el cura y no haber podido comprar
unas ensaimadas.
—
Tomasito, yo estoy que no puedo con mi alma. Me voy a la cama a echar una siestecita
—exclamó agotada.
—
Yo también estoy hecho polvo, abueli. Aunque prefiero ver un rato la tele. Dame
un beso.
Así
lo hicimos. Pero arrellanado en el sofá y con el zumbido del televisor, no
tardé ni cinco minutos en coger el sueño. Antes de cerrar los ojos, sentí mucho
tráfico de gente subiendo las escaleras. El piso de la señora Juliana se iba a
llenar de polis en un momento.
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10 comentarios:
¡Pobre Sebastián, se quedaría esperando!
Genial, Sap, no conocía esta aventura y me ha encantado, como todas las de Tomasito y su abuela.
Sei grande, caro.
Cienes.
Tal vez el señor Antonio ni se percató de su "descabello", por el momento placentero que estaba viviendo, pués yo tenía un amigo en Bilbao, que siempre decía: El mayor placer sin pecar es el CAGAR. Claro que ahora viene Arguiñano diciendo que es la gastronomía el mayor de los placeres con los pantalones puestos y como ya casi nada es pecado, no sabe uno a que atenerse.
La importancia de la ortografía aplicada a la investigación criminalística.
:-)
Y ahora una nueva demostración de mi ignorancia:
"Entonces me contó lo de la Epigue esa o como se llame."
¿Qué es eso de la Epigue, o lo que sea, Sap?
Como parece ser que me he pasado de escatológico y no es mi estilo, añadiré que, tal vez, aquel vasco amigo mio decía DEFECAR, porque DAR DE VIENTRE, como le exigía Paco el Bajo a su cuñado Azarías, no rimaba con su sentencia.
Por otra parte, me parecen muy bien tramadas y entretenidas estas pesquisas de la abuela Lutgarda y el nieto Tomasito.
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Gracias Miguel y Vichoff por vuestra paradita, lectura y comentarios.
:-)
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Muy fino y elegante su amigo de Bilbao, Sr. Carrasco.
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Nicolás: Epige vendría a ser esfinge en el lenguaje del personaje, pero me parece que lo exageré demasiado. Ahora lo corrijo, gracias.
:-)
Pues tal vez no fuera fino mi amigo de Bilbao, pero no se de que nos escandalizamos en estos tiempos cuando estamos rodeados de comentarios, programas y películas con una grosería extrema,con un vocabulario soez y con un contenido cruel, que está a la libre visión, incluso de los niños y no soy yo precisamente ni un expectador, ni mucho menos un defensor de semejante espectaculo. Mi amigo, en todo caso, no utilizaba los hipócritas eufemismos y lamaba al pan pan y al vino...
Pretendía decir: llamaba y no lamaba, pero eso se da por sobreentendido, pero eso sí solo al pan pan y al... Si añadir la otra bebida, ya se sabe el porqué.
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