Fue que mi hermano Jaec, cuya imaginación era como agua incontenible
en un cubo agujereado, dio en inventar la dipteromaquia y construyó con
cartulina una plaza para torear moscas a las que previamente había desprovisto
de alas. Cuando se aburrió del juego tras muchas tardes de gloria producto de
faenas memorables y siendo como era, tan buen comerciante como creador de
juegos, trató de vender el coso y todos sus pertrechos a nuestro otro hermano,
San Joan. Para engatusarlo bien, desplegó ante él todas las maravillas de la
construcción y sus inagotables posibilidades de entretenimiento, pasando a
explicarle luego con ejemplos prácticos el desarrollo de aquella lidia de
insectos.
La plaza, como digo, estaba hecha de cartulina utilizando la
técnica de los recortables: tijeras y pegamento Imedio. El ruedo, como de un
palmo de diámetro y pintado de amarillo con lápiz de color, lo delimitaba una
barrera a la que no le faltaban burladeros. Alrededor de ella, el escalonado
graderío lo pobló de espectadores que eran diminutos muñequitos también recortados,
personajes que encarnaban el tópico del tipismo: un gordo con sombrero cordobés
fumaba un puro, una señora lucía una mantilla, otros levantaban sus bracitos
entusiasmados por lo que acontecía en el redondel, un vendedor de refrescos se
paseaba entre el público... Llenar de aficionados las gradas poco le costó a
Jaec, acostumbrado como estaba a abarrotar cuadernos de miles de muñequitos
apretados que simulaban los ejércitos de sus países imaginarios. Finalmente,
sobre toda aquella arquitectura de papel, un último círculo simulaba una
arquería dibujada con rotulador.
Pero si todo aquello entusiasmó a San Joan, fue el proceso
de la faena lo que lo cegó definitivamente y lo hizo decidirse por la compra.
En su enseñanza, Jaec comenzó mostrando cómo se disponía una pequeña caja de
cerillas en una apertura que a manera de chiquero se comunicaba con el ruedo.
Sólo había que empujar con un dedo el cajoncillo de la cajita para que
apareciese, deslumbrada tras el oscuro encierro, la primera mosca de la tarde.
Mosca a la que Jaec, como dijimos, había
desprovisto de alas (la dipteromaquía voladora es complicadísima) para
facilitar su lidia. La faena la realizaba él mismo, ayudado por un trocito de
papel higiénico que a manera de muleta pasaba por encima del insecto de una
manera más o menos artística. También él simulaba entre dientes los murmullos
del público, sus ovaciones o su descontento y si consideraba que la mosca era
brava, embestía bien y tenía trapío suficiente como para no corretear
atolondrada, tarareaba el pasodoble cañí que exigía la afición. Cuando el
tercio tocaba a su fin, Jaec solicitaba el trasto de matar, así en singular,
porque no era otro que un alfiler. Seguidamente cuadraba a la mosca, guiñaba un
ojo, apuntaba con el estoque y lo hundía en el hoyo de las agujas ensartando al
bichito sin que hiciera falta descabellarlo. Un nuevo murmullo imitaba al
público enaltecido que al no poder reclamar las orejas y el rabo del insecto,
exigía la pronta salida al coso de otra mosca con la que continuar la diversión.
Cuando terminó el espectáculo, San Joan, decidido a pagar lo
que fuera por aquella maravilla que trasladaba la práctica del arte de Cúchares
a nuestra mesa de formica del comedor, preguntó el precio.
— Te vendo la plaza por un duro —fue la contestación de
Jaec.
La cantidad resultó alarmante. Verdaderamente, cinco pesetas
representaban una pequeña fortuna para nuestra economía infantil. San Joan,
como mucho, había pensado en las dos o tres pesetas que como era usual en
nosotros, hubiera hurtado del monedero de la tita Anita. Pero un duro era una
palabra mayor, lo abocaba casi a la delincuencia. Así que viendo que nuestro
hermano pequeño daba marcha atrás en sus deseos de compra, Jaec empleó una de
las más antiguas artimañas de charlatán de feria para acabar de convencerlo:
— Es que si me compras la plaza, te llevas de regalo esto...
Y sacó de no se sabe dónde una caja de cerillas de aquellas
grandes de cocina.
— Ábrela con cuidadito —le dijo a San Joan.
Dentro de ella y con no poca sorpresa, descubrió un rebullir
de moscas sin alas; tal vez un centenar de moscas enloquecidas sobre las que
Jaec, para alimentarlas, había esparcido un puñado de azúcar.
— ¡La ganadería!
Este detalle decidió finalmente al comprador. San Joan,
buscó detrás del portarretratos que exhibía una foto de la boda de la Mari el
monedero de la tita, lo abrió, encontró el duro entre la pobre calderilla y sin
perder más tiempo, se lo entregó a Jaec cerrando por fin el trato para alegría
de ambos, pero sobre todo de Jaec, que siempre tuvo algo de vendedor gitano de
borricos.
El hurto lo descubrió la tita a la mañana siguiente, porque
robarle alguna peseta o monedas de dos reales o de gordas era un hecho que casi
siempre pasaba desapercibido, pero los duros no. Los duros los tenía contados.
Así que implicando al tito y a mamá, preguntando a unos y amenazando a otros,
el culpable no tuvo más remedio que cantar de plano. Cuando después de
restituir la moneda a su dueña, quedando San Joan sin su plaza de moscas y Jaec
con el negocio deshecho, se descubrió el objeto de la transacción —la plaza—,
pero sobre todo, el obsequio añadido —la caja llena de moscas enloquecidas—,
los gritos de horror de las mujeres obligaron a que todo aquel aparataje acabara
haciendo compañía a las pieles de patatas en el cubo de la basura. Fue el punto final. La dipteromaquia y el
único diestro que la practicó, mi hermano Jaec, terminaron su ciclo para alivio
de las moscas de casa pero para desgracia de una afición que, aunque de papel,
siempre se mostró entregada.
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16 comentarios:
Simplemente genial, imaginación infantil desbordante. Ya apuntaba el negociante sus tempranas dotes de vendedor.
Infancias en las que la imaginación era el principal recurso. Un niño (que era yo), viendo los hilillos que formaba el Imedio al retirar el tubo de la gota, viendo la mosca, se dijo, ahora te vas a mosquear tú. Inventó entonces la mosca de compañía, basada en pegar una minúscula gotita de Imedio en el tórax de la mascota moscata, estirando despacio del tubo, para crear un hilo largo. Luego no había más que sujetar del extremo y, hale, al cole con moscata voladora.
Siempre apuntó maneras de buen comerciante. Y la imaginación sigue siendo su fuerte.
Yo, confieso que también me apoderé de algun que otro duro de la carterilla de la tita, como ella llamaba a su monedero.
Tiempos pasados que nunca volveran pero que nos hacen recordar la infancia feliz con lo poco que se tenía.
Ahora entiendo aquellos letreritos escritos en los sitios más recónditos de las puertas, donde se pedia No matar a las moscas, claro Jaec las queria vivas!!
Sin sin duda la familia Ec da por si sola para escribir una colección del humor absurdo, divertido y muy original. Recuerdo a Jlec haciendo de hombre orquesta solo con su boca y una puerta.
Consuelo
La imaginación como recurso y como necesidad cuando no había tantas "plays". El enfoque comercial del asunto es genial.
Un placer leerte.
Ah, las moscas sin alas también tenían su uso en actividades de otro tipo, cuando la primera adolescencia aflora y la producción de hormonas atiborra la mente. Nunca olvidaré cuando mi amigo P me contó su primera experiencia de ese tipo. No entro en detalles.
:-)
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En efecto, Sr. Carrasco, Jaec no solo poseía una imaginación desbordante sino que era un genio de las finanzas. No hubo una ocasión en que no nos empaluchara a todos jugando al Monopoly.
:-)
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Amigo Álvaro, recuerdo la práctica aeronáutica de amarrar un hilito a la cola de un zapatero (libélula) y ver cómo este alzaba su vuelo de helicóptero convertido en animal doméstico; pero lo de la mosca y el pegamento Imedio es portentoso.
:-)
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Evita, creo que al final, la tita no tuvo más remedio que hacer la vista gorda y dejar que su carterilla fuera asaltada casi a diario por todos, en un silencioso gesto de cariño.
:-)
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Consuelo, Jaec sacaba partido de todos los bichos. Hasta vendía hormigas como si fueran rebaños de ovejas. También vendía terrenos a peseta el palmo cuadrado. Terrenos tanto más valiosos si en ellos se contenía un hormiguero.
:-)
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Amigo Nicolás, pues a mí me parece que la participación de una mosca áptera en los juegos del amor propio para la consecución del clímax no era sino otra leyenda urbana para enriquecer, con la imaginación,lo monótono de la práctica.
¡Pero ya puestos, mejor hubiera sido utilizar una cucaracha!
:-)
Quise ser empresario taurino rápido, pero más rápido me dieron las ostias y pellizcos.
Y por la compra de la plaza te llevas la ganadería. Cuando las vi, vi auténticos miuras bufando.
Gracias por recordar algo que se nos quedara dentro. Tú hermano, el panoli de los Marx.
Saludos a todos FAMYLI...
La dipteromaquia, un arte envidiable que mucho me hubiera gustado disfrutar... Recuerdo que en el colegio hubo quien sabía atar un pelo a una mosca y convertirla en animal de compañía, con su monótono zumbar...ahora, que de ahía lidiarla en plaza con público y descabello va un trecho...
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¡Hombre, uno de los protagonistas por aquí, nada menos que San Joan! Pues sí, en estos tiempos donde la tauromaquia anda de capa caída, las corridas de moscas pudieran representar un buen negocio. Todo son ganancias, pues hasta la misma construcción de plazas, sale baratita.
:-)
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Querido Abuelito:
Nuestros amigos los insectos pueden sustituir cualquier cosa. Hasta la joyería:
"La mosca en el dedo es la sortija del pobre", que dijo Ramón GdlS.
:-)
Me estaría descojonando si tuviera los susodichos, pero a falta de ellos, me limito a desternillarme de risa (¡vaya imaginación!!!). No me cuesta nada imaginar a la pobre mosca toda espachurrada contra el albero pintado de la plaza. Un escarabajo pelotero habría estado bien para arrastrar el cadáver de la mosca hasta el interior de la plaza.
Menos mal que has puesto el enlace de esta entrada en blog de AMM (que me la había perdido cuando la escribiste y me he partido de risa).
Xapó!
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