(Con agradecimiento a los señores Jagger y Richards)
Llegar por lo absurdo a dejar de prestar atención a
la tragedia. Así, concentrado en la contemplación de una de mis uñas deseaba
como nunca haber tenido unas tijeras a mano. De la misma manera, observaba cómo
en la punta del cigarrillo se producía la combustión que llevaba al papel y las
hebras de tabaco a convertirse en ceniza rodeada por el anillo negro de
alquitrán. O jugaba a las palabras. En orden alfabético, objetos propios de un
quirófano: Anestesia, Bisturí, Cubeta, Drenaje... Y que pasara el tiempo; sobre
todo que pasara el tiempo y acabase con los lamentos, con el continuo uhh uhh
del llanto, con el chirrido de las suelas sobre el parquet y que al levantar la
vista hubiesen desaparecido los treinta y siete féretros que se alineaban sobre
el piso barnizado del polideportivo.
Volvíamos a la grada
desde el reducto de las sillas plegables que ante cada ataúd, habían sido
dispuestas para los familiares. Me movía el despejar a Maite del ambiente
espeso de las flores fúnebres, del histerismo subterráneo de los pañuelos
hechos bolas, del uhh uhh que como letanía minimalista saltaba de uno a otro
grupo sin interrupción, y de mi propio horror.
Nada pude objetar a la decisión de aquel funeral común, a la
consiguiente espera del ministro de turno y del pleno municipal que mostrarían
su dolor institucional a las cámaras de televisión y a los flashes de los
fotógrafos de prensa. La víctima que me correspondía era mi cuñado menor, uno
más de los pasajeros del autocar despeñado.
El recinto se iba
llenando de parientes y curiosos que se repartían por el graderío o se
mezclaban con las familias allá abajo, haciendo que en el silencio, el roce de
los zapatos multiplicados de eco aportaran sonidos de partido de baloncesto.
Maite apoyaba la cabeza en mi hombro y yo jugaba a las palabras o miraba las
idas y venidas de un vejete por entre los grupos que levantaba apenas un
sombrero casi ridículo en un pésame ceremonioso. Me sentía colapsado pero en
ningún momento tuve un recuerdo para mi cuñado. Volvíamos a las sillas para
regresar otra vez a las gradas en un continuo ir y venir que suavizaba la
mortificación del uhh uhh de los llantos. El anciano de antes, como si fuera
familiar de todos los fallecidos, zigzagueaba por entre los féretros, se
presentaba a los dolientes y daba leves abrazos de condolencia. Coincidí con él
frente a la máquina expendedora de café y me ofreció un perfil deformado tal
vez por el dolor y por una dentadura postiza mal encajada que le claqueaba
cuando repetía al señor que estaba a su lado "Qué tragedia, don Pablo, qué
tragedia..." En ese instante tuve la certeza de conocerlo, de haber visto
su cara en otro lugar que se me escapaba.
Volví con los padres de Maite ofreciendo el consuelo
imposible del café caliente. Las mujeres de la familia interrumpían el uhh uhh
del llanto para entregarse a los gritos desgarrados, a la gestualidad dislocada
del dolor que hizo a otros desplomarse en el suelo entre convulsiones. La
cobardía me llevó a pensar que el fallecido era solo mi cuñado y regresé a las
gradas asustado de mi poca entereza dejando a Maite frente a su hermano. Miré
otra vez mis uñas, jugué a las palabras, encendí otros cigarrillos y desde la
altura contemplé de nuevo los movimientos del vejete como una posibilidad
narcotizante. Por un momento, el esfuerzo por ubicarlo en el tiempo y en
determinado lugar se convirtió en un juego mental que me aisló en el vacío.
Treinta y siete cadáveres. De manera irrespetuosa
comenzarían a descomponerse entre los tableros de las canastas, sobre las
geometrías delimitadoras de las áreas y contemplados por un marcador estropeado
que con números luminosos mostraba el tanteo del último partido. Un entorno de
dinamismos roto ahora por las cintas negras con letras doradas, por la quietud
mortuoria y terrible de las coronas de flores. Desde mi altura, la mano de
Maite acariciando la madera del ataúd de su hermano se interpuso en mi búsqueda
visual del anciano con sombrero. Lo encontré finalmente en un rincón apartado y
en una actitud que me proporcionó todas las claves. El hombre, ajeno por
supuesto a mi vigilancia, miraba en torno suyo desde su discreto escondite a la
vez que sobre la punta de los pies, bajaba y subía los talones con suficiencia,
en un gesto inequívoco de satisfacción que lo llevaba además a deslizar los
pulgares entre el cinturón y la camisa como ajustando el tejido al cuerpo.
Sonreía complacido como ante una obra bien hecha. Era la misma persona, la
misma expresión representada en el cuadro y la misma del reportaje.
Tres días antes, en el Laboratorio de Arte, estuve
analizando junto con varios de mis alumnos la diapositiva de un cuadro de
Fabrizio della Porta, "La Presentación al pueblo", una obra sin duda
menor e irregular. Pero no eran los errores técnicos los que me interesaban
ahora, sino un personaje. La descripción es sencilla: A la izquierda del
cuadro, Jesús es custodiado por dos legionarios romanos que lo llevan hasta la
zona de luz que penetra a través de un vano que suponemos balcón. Sin estar
representada, adivinamos la muchedumbre vociferante que reclamará su muerte.
Casi en el centro, sentado sobre un austero trono rematado por la Loba
Capitolina, Pilato sumerge las manos en el agua de una jofaina que le ofrece un
esclavo negro. Otro esclavo, arrodillado, sostiene un lienzo blanco. Más a la
derecha la esposa de Pilato, Claudia Procula, esconde el rostro con una mano
mientras otra mujer, tomándola de los hombros, parece consolarla. Pero es entre
el grupo que forman Pilato y los esclavos y las dos mujeres donde aparece,
escondida en la penumbra, la figura de un hombre togado. En un escorzo de tres
cuartos, vuelve la cara hacia las matronas pero en cambio la mirada, de reojo,
la dirige directamente al espectador. Las comisuras de los labios, alzadas levemente,
forman una sonrisa enigmática y llena de malicia. Su naturalismo contrasta con
el hieratismo que expresan el resto de figuras. ¿Quién es este hombre? Por su
indumentaria y la majestad que desprende podríamos concluir que se trata de un
consejero o tal vez, la representación del propio césar como símbolo del poder
de Roma y sus inapelables sentencias. Sea como sea, la importancia del
personaje es evidente. El artista se preocupó de situar su cabeza en uno de los
puntos aúreos de la composición. Ni siquiera el Jesús de perfil o el
significativo maniluvio de Pilato logran desviar la atención del espectador a
otra cosa que no sea la mirada y la sonrisa del personaje anónimo.
Esa misma noche se emitió en televisión un reportaje sobre
el asedio a Sarajevo y los asesinatos ordenados por Radovan Karadcic. En las
fosas comunes se procedía a desenterrar los cuerpos de cientos de musulmanes
ejecutados durante la limpieza étnica forjada por aquel psiquiatra megalómano
con cara de entrenador de fútbol. Cuerpos amorfos rebozados de pegajosa tierra
negra iban saliendo a la luz como un horror cotidiano. Habitantes de los
distintos pueblos que rodean Sarajevo se afanaban en el desenterramiento, en el
reconocimiento de parientes, vecinos o amigos a través de los jirones de tela,
de calzados que se desprendían como hechos de petróleo. Pero fueran secuencias
tomadas en una población u otra, advertí la presencia constante de un hombre
viejo que en todas las sórdidas escenas y con sutilidad, buscaba el objetivo de
la cámara pero siempre agazapado en los corrillos. En todas y a pesar de lo
desagradable de la tarea, se mostraba sonriente. Reconocí en él al personaje
del cuadro de della Porta.
La conexión llegó a estremecerme por lo evidente. Allí
estaba. Repartiendo de nuevo suaves condolencias, contraponiendo al uhh uhh su
sonrisa maligna que concentraba todo el arcaísmo de la Humanidad. Siempre entre
desgracias, paladeando el sabor a óxido de la muerte que alzaba sus comisuras
antiquísimas, dirigiéndose al grupo arrasado de Maite y sus padres.
Salté butacas de plástico, eludí cuerpos y ojos asombrados y
en los apenas quince o veinte metros que me separaban de él, el tiempo se
fragmentó estallando en imágenes que me acompañaron en la agitada carrera.
Fogonazos con el uhh uhh continuo como una banda sonora espiral, y allí estaban
su boca y su mirada, nítido en la vorágine, ayudando a arrastrar un carretón
atestado de gaseados en Auswitch, vestido de soldado sonriendo a la cámara que
seguía a la niña abrasada por el napalm en Vietnam, presenciando la descarga de
ahogados en algún lugar de Bangla Desh donde otros miles se unían al rosario
del uhh uhh y se acercaba a Maite pero a la vez amontonaba cabezas cortadas en
un campamento Jemer y paseaba por las trincheras de Verdún y firmaba sentencias
de muerte mientras tomaba el café tras el almuerzo y estaba allí y en todas
partes, acompañándonos siempre, en los hospitales, en las cárceles y los
manicomios, escuchando el uhh uhh de los lamentos de las madres como melodía
excelsa, repetido como un coro en terremotos e incendios y su mano se extendía
hacia Maite, la misma mano que anotaba nombres de prisioneros en un gulag
siberiano, idéntica a la que mostraba mariposas al delicado coleccionista que
había ordenado una matanza en un hipermercado, o se convertía en picana
eléctrica con fondo de tangos o se transformaba en locomotora que colisionaba
contra vagones de pasajeros que entonaban el uhh uhh como gritos de amputados y
su sonrisa descompuesta, la mirada brillante y sorprendentemente juvenil ahora,
todo él adecuándose, adaptándose a la forma del dolor de Maite y mis últimos
metros en el trayecto más largo de la Tierra, el planeta siempre hollado por él
y llegar a impactarle y arrojarlo al suelo antes de que la tocara, en el momento
justo en que hablaba con amabilidad, la mano alzando el sombrero, el ufano, el
de nuevo satisfecho.
—Permítanme que me presente. Aunque supongo que ya conocen
mi nombre...
©Sap, es.humanidades.literatura, 2004
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8 comentarios:
y se enfadaría, ¿no?
Me lo imagino,sorprendido, mirando desde el suelo a quien le había empujado, con su sonrisa burlona y pensando...
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A quien no conozco es al delicado coleccionista de mariposas que había ordenado una matanza en un hipermercado.
*********
Nicolás.
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Hombre, Álvaro, enfadarse no sé; pero seguro que tras el empujón debió irse corriendo a la farmacia para comprarse un tubo de Corega para pegarse la dentadura.
:-)
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La matanza, claro, es la de Hipercor; el coleccionista es Antxon Urrusolo, que siendo biólogo y exiliado en República Dominicana tuvo mucho tiempo para dedicarse a su pasión lepidóptera. Finalmente el encargo parece que partió de Santi Potros, pero en realidad este pasaje quería ser un pasaje representativo. Gracias por tu comentario, Nicolás.
:-)
Interesante relato, Sap.
Muy acertado lo del psiquiatra con cara de entrenador de fútbol. Quizás sea que, en general y desde luego en mi caso, a los serbios que conozco son futbolistas o entrenadores.
Karadzic, con ese cabello abundante y alborotado, tenía también un cierto aire de intelectual o de director de orquesta. Se confirma que el conocimiento no vacuna contra la barbarie. Ni siquiera la sensibilidad artística (veo en Wikipedia que este pieza escribió de joven poesía). Conocedor del cuerpo y la mente humanos se entregó al exterminio de seres humanos por esas cosas de la raza, la patria, etc.
Las mismas entelequias por las que mataron Antxon Urrusolo, Santi Potros y tantos otros etarras.
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Gracias por tu comentario, David.
En efecto, parece que ni el conocimiento ni "el leer" vacunan contra el mal. No es verdad que con ello nos hagamos mejores personas, porque si así fuera y le diéramos la vuelta al axioma, resultaría que los iletrados son todos unos bicharracos, algo que, claro está, no es así afortunadamente.
:-)
La misma cara del que brinda con cava la noche del 11M diciendo: "Hemos ganado"...mientra en mi casa, con mi hijo milagrosamente vivo comentando, temblandome las rodillas todavía y con cara de otro.."Si esta mañana no te hubieras dormido, te estaría velando en IFEMA"
Gracias por tu texto, Sap.
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Vaya, Gato, entonces sí que lo pudiste ver de cerca. Me alegro de que no te mirara a los ojos.
Gracias por tu comentario.
:-)
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