lunes, julio 04, 2011

RESURRECCIONES, 4 (Final)

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Capitulito 4

Fue ya a principios de diciembre cuando nos enteramos que en el barrio de al lado algunos resucitados se habían marchado. Fue una casualidad, ya que el rumor nos llegó en una tienda de electrodomésticos que se encuentra muy alejada de nuestra casa, adonde habíamos ido a comprobar las maravillas que nos contaban de los televisores en color. El rumor se confirmó, era cierto lo que se decía. Cuando volvimos al bloque después de varias horas de ausencia encontramos en el patio un corrillo de vecinos que guarnecían con los paraguas a la mujer del padre de los Ramírez, el albañil. “Se ha ido, se ha ido” decía llorando la señora con un pañuelo en la mano hecho un gurruño. Fue imposible que encontrara consuelo en nuestras palabras que querían ser esperanzadoras. “Lo mismo vuelve dentro de un rato” dijo el médico jubilado. “No. No. Me dijo que ya no estaba a gusto aquí”. Por lo visto, el padre de los Ramírez había dormido la noche anterior en su cama pero al llegar el día lo único que encontró la mujer al despertar fue un revoltijo de sábanas y las botas de albañil colgadas misteriosamente de la lámpara. Fue el primero porque en jornadas posteriores y aprovechando la noche, se marcharon algunos más. Con la misma reiteración se reprodujeron los gritos dentro de las casas, pero esta vez con carácter de tragedia. Cuando le preguntamos a la abuela por este comportamiento se limitó a encoger sus hombros escuálidos.

En la madrugada del nueve de diciembre varios ruidos nos despertaron del letargo ante la pantalla del televisor. Era la abuela quien trasteaba con los cerrojos de la puerta. “Me tengo que marchar” nos dijo. Quisimos hacerle notar lo inclemente de la noche y la segura mojadura que la calaría nada más que saliera al portal, pero hemos de reconocer que lo hicimos con la boca pequeña pues aquella posibilidad evidente de su marcha nos hizo recuperar la imagen feliz de nuestras vidas antes de su resurrección. Para no hacer la situación demasiado descarnada le propusimos acompañarla al menos hasta el límite de la calle esperando su negativa. Pero no fue así porque aceptó nuestra cortesía con una de aquellas sonrisas tristes. Al final debimos salir al patio ensopado de charcos con la defensa insuficiente de nuestros paraguas y la gabardina con que cubrimos a la abuela. Sólo el sonido de la lluvia, en contraste con el silencio de los bloques que dormían, daba réplica a las pisadas de nuestras botas de goma.

Encontrar a la Chari en el zaguán no nos sorprendió tanto como el hecho de semejar todo aquello una cita organizada. Las dos mujeres se saludaron apenas y quedaron quietas bajo la lluvia como esperando una orden de marcha que parecía no llegar. "Ahora vendrá", dijo la Chari mirando embobada el interior del patio. Debía llevar algún tiempo allí pues estaba empapada y su paragüitas plegable era un objeto que el torrente hacía sarcástico. Al rato y con su acostumbrado sigilo se unió al grupo aquel hombre taciturno al que nunca habíamos visto despegar los labios. Por primera vez lo escuchamos decir "buenas noches" pero tras besar la mano de la abuela y de la Chari nos dedicó una de esas miradas sobradas que nos convirtió de inmediato en presencias inoportunas. Pensábamos que el bulto cubierto con una mantita de cuadros que protegía entre los brazos se trataba de su gato también resucitado. Fue la abuela quien abandonando nuestros paraguas se acercó al hombre y entreabrió la manta. "Qué lindo es", dijo. Pudimos ver entonces entre el rebujo al bebé de Eulalia que, con los ojos muy abiertos y un chupete que succionaba veloz, recibía impasible la lluvia en la cara.

Tanto el hombre como la Chari no prestaron atención a la abuela cuando expresó su deseo de que la acompañáramos. Así lo hicimos a pesar de todo, un tanto rezagados pero consiguiendo llegar hasta el final de la calle. "Ya me voy" dijo la abuela "Recordad que no quiero que me visitéis". Nos dejó con los adioses en la boca. Sacando energías de no sabemos dónde emprendió una carrerita que la llevó hasta los otros. Arrojó la gabardina al suelo y dando el brazo a la Chari se cobijó bajo el paragüitas. No pudo contemplarnos agitando las manos en la despedida porque no se volvió para mirarnos. Doblaron una esquina y desaparecieron.

Cuando en el regreso llegamos de nuevo al patio, vimos varias ventanas iluminadas. Del interior de aquellas viviendas se escapaban los ayes de las familias con resucitados que las ráfagas de viento y agua no conseguían enmudecer. Penetrar en nuestra salita fue como alcanzar una tierra antigua y confortable. Retomamos la tibieza de nuestros sillones, encendimos el televisor y nos entregamos a la ilusión de que algún día habría programas nocturnos, tal y como nos habían asegurado que sucedía en América. Pero bueno, tampoco estaba mal la pantalla gris con nieve y un ronroneo como gatuno que nos adormilaba en la oscuridad. Nada mal.


© Sap.
es.humanidades.literatura
noviembre, 2004

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3 comentarios:

El Abuelito dijo...

Que extraordinario relato; esa indiferencia de los muertos -no podría ser de otra manera- da más pavor que cualquiera de los espantos acostumbrados de espectros y resurrectos al uso...

Miguel dijo...

¡Genial!

GatoFénix dijo...

Este corto en blanco y negro es muy bueno. Ha salido de esa parte que no puedes explicar y que manifiesta las cosas tal como hubieran podido ser y de hecho fueron en tu fuero interno.
Te diría, Sap, que son hijos de un tiempo en el que nos ha invadido una tristeza enorme aunque cada uno la adjudique a una cosa distinta. Sin embargo es la misma tristeza la que ha hecho posible esta maravillosa narración.
Enhorabuena.