lunes, enero 24, 2011

"Un Cervantes con boina (y un colchón)"

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Era cuando habíamos plantado en el séptimo cielo nuestro nidito de amor. Como eran tiempos del contigo pan y cebolla poco nos importaba que la casita de papel estuviera situada en la parte más costrosa del Nervión autoconstruido y que sus dimensiones fueran sólo apropiadas para albergar a una pareja de mádelmans enamorados. A las amistades lejanas decíamos que habíamos alquilado un ático, pero a las que nos frecuentaban era imposible ocultarles que aquello no era otra cosa que un palomar con retrete. Nos daba igual porque ¿hay alguna adversidad que el amor no supere, incluida que el agua (y los grifos) dieran calambre, que el llagueado de los ladrillos asomara por los tabiques verde de moho, que el wc siempre estuviera atascado, que a falta de lavadora laváramos las sábanas en el fregadero o que nuestra cocina de la Señorita Pepis funcionara con bombona de campingás? No. Nada representa valladar mientras los corazones latan con fuerza y haya ganas de petrolearse los bajos.

Con todo, la historia que ahora me entretiene se desarrolló en la más noble pieza del habitáculo: Una azotea privada y fuera de toda servidumbre de vista que fue escenario no sólo de innumerables saraos a pesar de su reducido tamaño, sino de escenas galantes de toda graduación. De haber conocido tal espacio, el Sabina hubiera desarrollado allí su "Eva tomando el sol", y es que cada vez que escucho esta canción, cierro los ojos y me enfango en la más blandurria de las nostalgias, la que reclama lágrimas para apagar las llamas del tempus fugit, el fuego de venas y médulas y el recuerdo de las otrora turgentes carnes de servidor, acompañado todo por un sostenido priapismo que —¡ay!— daba gloria verlo. Así todo, ¿quién es capaz de no sucumbir a la melancolía?

Testigo de todo ello fue siempre un busto de Cervantes que teníamos colocado en un pretil de la azotea. El cabezorro era de escayola y de bastísima traza por lo que poco nos importaba que quedara expuesto a las inclemencias meteorológicas. Al contrario, era curioso observar cómo la intemperie lo iba metamorfoseando en un proceso que lo llevaba a llenarse de verdín en invierno para despellejarse luego en verano, pues la niña le daba al insigne alcalaíno unas manitas de barniz en cuanto la primavera se anunciaba. A estas irreverentes perrerías había que sumar nuestro gusto por adornar a Maiquel con toda clase de tocados: gorras de visera publicitarias, sombreros de paja y hasta una boina (que aún conservo) con la que tomaba aspecto de parisino recién salido de una cave existencialista pero con gola.

Fue él, como digo, testigo silente de aquella desgracia, pues de desgracia tengo que calificar el episodio que me mantuvo por una temporada en continua desazón, en un estado de estrés que me llevó incluso a tener pesadillas protagonizadas, cómo no, por el monstruo: ¡un colchón tamaño matrimonio!

La cosa fue que decidimos deshacernos del colchón que venía incluido en el arrendamiento del tugurio. Sea por los incontables lustros que tenía encima como por la continua paliza a que lo teníamos sometido —¡bendita edad dorada!—, lo cierto es que pedía una jubilación a gritos de muelles. No se me ocurrió entonces otra cosa que, en una operación agotadora, doblarlo por la mitad, sacarlo a la azotea y dejarlo allí, en un rincón, a la espera de que al día siguiente a primera hora lo bajara a la zona de contenedores de basura para que se hiciera cargo de él el servicio de recogida de enseres (previa cita telefónica).

Mas ¡ah! la aleatoria meteorología que tomaba por juguete al busto de Cervantes, se alió en esta ocasión a su favor (porque para mí que esto fue una maldición cervantina por nuestra burla continua) y fue así que aquella noche cayó una tromba de agua de tal magnitud que hizo del colchón gigantesca esponja, por lo que cuando por la mañana intenté hacer el traslado me crujió la bisagra. Aquellas veinte toneladas fui incapaz de moverlas un milímetro.

Así comenzó mi desgracia. Las más adversas circunstancias se dieron cita en ella. Aquel fue el otoño más lluvioso del milenio, por lo que fue imposible esperar el secado del colchón. La desesperación me ganó porque en pocos días el maldito provocó que en la planta de abajo aparecieran unas grandes manchas de humedad. Menos mal que la zona correspondía a un pasillo común, pero pese a todo, y para no confesar a la casera que en su azotea teníamos como huésped a un colchón doblado y empapado hasta las cachas intenté solucionar el desaguisado pintando yo mismo el techo. Lo pinté como seis veces. Siempre lo pintaba. Todo era inútil y terrible.

Con la ayuda de unos amigos conseguí levantarlo del suelo lo suficiente como para poder meter debajo unos plásticos que paliaron en parte el problema aunque la operación evidenció dos cosas tremebundas: la primera fue la huída a diferentes velocidades de toda clase de animalillos gustosos de la húmeda oscuridad: cochinillas, tijeretas, extraños bichos con aspecto amariscado... Pero la segunda era peor, y es que ¡el colchón se había convertido en un criadero de setas! Unas setas asquerosísimas, translúcidas, marrones, venidas como de otro mundo y seguro que tan ponzoñosas que podrían haber igualado a la más letal de las amanitas. Juro que lloré. ¿Cómo no iba a tener pesadillas? La presencia del colchón era agobiante; se filtró en nuestra vida y en nuestras conversaciones y los allegados conocedores del problema preguntaban por él y por su estado de humedad como quien se interesa por un enfermo al que se le desea la muerte. Aquella convivencia con el monstruo duró todo el otoño y el larguísimo invierno que le siguió. Sólo fue bien entrada la primavera cuando la bonancible temperatura comenzó a obrar el lento milagro del secado.

Para cuando decidimos que el colchón estaba a la par que un bacalao y que su peso se adecuaba a nuestras fuerzas, se nos presentó otro inopinado dilema... ¿Cómo íbamos a deshacernos de aquella cosa pestilente hecha ya un amasijo de tejidos, alambres y champiñones salvajes con cuyas esporas se podría liquidar una división de marines? Teníamos que bajar escaleras, los vecinos nos podrían ver, seríamos tal vez vilipendiados, acusados de atentar contra la salud pública... En fin, un problemón que nuestro civismo acrecentaba.

La solución me llegó acompañada por una de esas bombillitas que se les encienden a los personajes de los tebeos. Y es que me pusiera como me pusiera, no había otra posible. Así que armado de valor, con unos guantes de goma de los de fregar y unas bolsas de basura tamaño comunidad, me dispuse a deshacer el colchón ¡a mano!

Increíble que aquel endriago del infierno fuese capaz de llenar tres bolsas hasta los topes. Y es que hasta que no se desmenuza un colchón a la manera artesanal no se imagina uno la cantidad de relleno que puede albergar, y en mi caso, con la desagradable añadidura de estar manejando unos tejidos putrefactos que parecían llegar de un almacén egipcio de momias. Esta guarrísima faena me llevó dos tardes y eso que me puse a ello con diligencia y tesón en cuanto llegaba del currelo.

Finalizada esta primera fase y habiendo quedado el colchón en su mínima expresión, o sea, en la desnudez de su estructura de muelles, trinqué un palo de fregona y lo vareé como si fuera un olivo aunque en vez de aceitunas, aquello lo que dejaba caer eran los últimos jirones del pútrido tejido y las últimas vedijas del material sintético más vomitivo. Creo que fue en ese momento, o sea, viéndome varear un colchón, cuando la que en la actualidad es mi señora esposa comenzó a sospechar de mí, de mis acciones, de todo lo sospechable. Así hasta el día de hoy.

Muerto el colchón se acabó la rabia, mas a todo esto había que deshacerse del esqueleto. Aún me admira cómo mi pudor me llevó a realizar la más extraña de las maniobras y es que para que nadie advirtiese lo que habíamos albergado durante largos meses en la azotea... ¡hice un paquete con el oxidado muellaje, envolviéndolo con cuidado (en su tamaño del doblado primigenio) en papel de envolver y atando el conjunto con varios metros de cuerda! ¡Cómo debía reírse desde el pretil de la azotea a través de su representación en bulto redondo el creador del Quijote!

Amparado por la noche, sólo quedó abandonar discretamente el enorme pero liviano paquetón al lado de un contenedor alejado de nuestra calle, sacudirme las manos, respirar hondo y volver a ser feliz. Tuve la suerte de que nadie me observó ni me advirtió de un olvido. Pero al menos, en el término de la historia encontré una pequeña recompensa. Fue imaginar la cara que pondría el basurero y qué explicación encontraría al fenómeno cuando a la mañana siguiente, lleno de curiosidad, desatase aquel paquete trenzado de cuidadosos nudos antes de arrojarlo al camión.

Para el epílogo dejo el busto de Cervantes, el que permaneció en su atalaya cuando un par de años después nos mudamos a una vivienda mayor que nos demostró la poca relación que existe entre amor y metros cuadrados ("En un cuartito los dos, veneno que tú me dieras, veneno tomaba yo"). Aún lo seguí viendo allá arriba cuando pasaba por la vieja calle, cada vez más demacrado en su mineral existencia, cada vez más estatua gracias a la pátina con que lo ennobleció la meteorología. Un día desapareció. Fue momento de filosofar. Si el tiempo actuó así con la escayola y con un colchón de matrimonio, ¿qué no habría hecho con nuestras carnes y corazones?

© Sap.
es.humanidades.literatura
Marzo 2008
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4 comentarios:

Anónimo dijo...

El colchón, el colchón!!esta historia, con la que he disfrutado tantas veces(porque oirtela es aún mejor)me demuestra que bien te podias ganar la vida como humorista literario. Esta el mundo de las letras muy necesitado de risas,de hacer feliz al lector. Parece que se valora más la narración de cualquier paisaje, personaje y no digamos guerra, o desgracia, pero el humano necesita un equilibrio, risa y llanto. Este relato como algunos otros tuyos, me ofrecen momentos de aislamiento divertido, de carcajadas retumbonas por la casa.
Recuerdo el pisito del que hablas, y las noches que pasé allí, que tenia que levantarme a la fuerza para poder retirar la cama, porque sino era imposible abrir la puerta, y tu te tenias que ir a trabajar. Recuerdo la azotea, y las miles y miles de antenas de televisión que adornaban todo Sevilla. Era un paisaje futurista.
Me produce nostalgia este relato, no solo risas, nostalgia porque de alguna manera tu pasado, vuestro pasado es el mio. Pero aún somos Jóvenes Manolo!!!! Qué son 50 con los 20 o 30 que nos quedan? Horror!!! 20 o 30 NO SON NADA.

Miguel dijo...

Cuánto me has hecho reír, bribón, ¡y aún estoy en la oficina!

pedrobotero dijo...

Servidor también tuvo el honor de participar en la vida (mientras duro) y muerte del colchón. Aunque en la sombra, sigo atento a cada actualidad de este blog y uniendome al primer comenterio decirte querido amigo que también me ha emocionado la historia al revivirla de nuevo, Me llena de alegria igualmente imaginarme la identidad anónima de dicho comentario como al amigo perdirdo de aquellos tiempos...
Abrazos y que el espiritu del colchón perdure.

K. Whitmore dijo...

Ay, Sapristi: dejemos las ‘moradas de talento’ del Cervantes para los que las necesiten (poquita gracia les hizo, tú :-S), que yo me guardo ahora mismo este estupendo relato para no extraviarlo.
Las mismas carcajadas y medias sonrisas de cuando lo leí hace unos meses :)))))