viernes, agosto 07, 2009

El árbol


Lo llamábamos el Árbol de los Muertos porque conforme crecía, arraigando profundamente en el suelo y extendiéndose en el paisaje cada año, algunas de las más gruesas ramas iban siendo elegidas por personas deseosas de poner fin a sus vidas por el expeditivo método del ahorcamiento.

Dirán entonces que el nombre adecuado para tal árbol no sería el de los Muertos sino el de los Ahorcados, pero comprenderán lo correcto del mote cuando añada que contra su duro tronco se estrellaron también automóviles y motocicletas, produciendo entre sus conductores y ocupantes el fallecimiento inmediato y sin excepción. El Árbol de los Muertos nunca dejaba heridos. Hasta un ciclista se reventó la cabeza a resultas del choque tremendo cuando a su bicicleta se le rompieron los cables de los frenos.

Llegó un momento en que el grupito que formábamos mis amigos y yo encontró entretenido el sentarnos en la cima de un breve montículo situado a unos veinte metros del árbol. Desde allí contemplábamos en directo y a nuestro antojo los suicidios y accidentes continuos. Fumábamos cigarrillos y si no había suerte hacíamos concursos de meadas y de pajas. Pero al menos una vez por semana se nos presentaba alguna desgracia.

Al principio impresionaban. Sobre todo el ver cómo tras el impacto, un coche se convertía en un amasijo de metales y plásticos que se volvían dientes feroces. Como si los pasajeros murieran a dentelladas. Pero con el tiempo nos acostumbramos al espectáculo y al final acabamos aburriéndonos. De todo se aburre uno.

Así ocurrió la tarde en que vimos acercarse al árbol a Rafael el de los Bichos, el panadero del que muchos se burlaban a causa de los continuos engaños de su mujer con otros hombres. El tío nos saludó con la mano y seguidamente se subió a la misma rama donde tres días antes se colgó Esperancita Luna. De un morral sacó una soga de esparto. Anudó uno de los extremos a la rama y el otro, hecho un lazo, se lo pasó por el cuello. Pudimos ver que era un nudo como los de las pelis del oeste. Lo traía ya hecho de casa. Luego saltó al vacío y se le cayó la gorra. Para mí que nos miraba sonriendo durante toda la preparación y que no perdió la sonrisa en su breve descenso.

Cuando lo vimos pendulear en silencio, con la lengua fuera y la cara congestionada (el Zito dijo que tenía cara de estar cagando), nos levantamos de nuestra privilegiada atalaya, nos sacudimos los fondillos de los pantalones de la tierra adherida y alguien dijo de ir a lo de Manolo a echar unas partidas al futbolín. En aquella ocasión no nos acercamos al ahorcado. Ni siquiera le registramos los bolsillos. Comprendí en aquel momento que nuestros días como espectadores habían llegado a su fin. También fuimos víctimas. Del tedio, pero víctimas.

© Sap.
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