lunes, julio 20, 2009

La señal

La habitación estaba empapada. La eterna humedad de la ciudad rezumaba por entre las juntas de los azulejos blancos inutilizando las tomas de oxígeno y los interruptores. Extrañas moscas revoloteaban sobre la cabeza del enfermo que permanecía dormido. Moscas a las que tampoco importaba el frío.

El frío era intenso. En la planta novena se hacía notar con mayor crudeza. Sentado al lado de la cama, esperando que el enfermo despertase, me arropaba con una manta que me habían alquilado en el hospital. Los médicos y el cirujano habían estado en la habitación varias veces aquel día. Me dijeron en voz baja, casi inaudible, que todo marchaba bien, que no me preocupase, pero que por favor me quitara la manta de encima cada vez que ellos entrasen porque decían que ésto, el que estuviera yo arropado, podía agravar la situación del enfermo. Pero el frío era irresistible. Así que cuando los doctores se marchaban, me volvía a arrebujar en la manta hasta cubrirme el más pequeño trozo de piel.

Por la ventana abierta entraban a veces ráfagas de viento gélido, y cuando nevaba, lo hacía con tal fuerza que el suelo de baldosas de gres se cubría en pocos minutos de una espesa capa blanca que me llegaba a los tobillos. Los médicos argumentaban que la nieve reportaría muchos beneficios a la salud del enfermo y que por otra parte, a mí me ayudaría a permanecer despierto para seguir velando. Todo lo decían a susurros. Cuando las palabras salían tan leves de sus bocas, se congelaban en el frío ambiente de la habitación y caían al suelo convertidas en diminutos copos de nieve.

Una de las innumerables tardes que pasé allí solicité hablar con el cirujano jefe. Quería certeza. Que me dijera cuál era la verdadera situación del enfermo. Habían pasado cuarenta y dos días desde la operación y aún no había despertado.

—Los efectos de las anestesias —me comunicó el cirujano, un hombre gordo que fumaba en pipa —son imprevisibles en estos casos. En este hospital tenemos ingresados a varios pacientes que llevan varios años en el mismo estado y sin embargo, todo marcha perfectamente. No debe preocuparse.

A pesar de la respuesta, no quedé conforme. El cirujano parecía estar borracho, pero su aliento de alcohol se confundía con el que flotaba en el ambiente. Sus palabras sonaban densas, pesadas, escapándose por algún resquicio de su lengua hinchada. En la conversación mezcló temas incongruentes, como si delirase. Me habló del éxito de sus conferencias en un congreso al que asistió el año anterior, pero también de sus cacerías de ciervos y de su gusto por el cine francés. A veces su cara se hacía invisible tras la cortina que formaba el humo de su pipa.

Pasaron tres meses. Al frío y a la nieve lo sustituyó un calor de desierto y un viento ardiente. Un día, cuando regresé de los lavabos, empapado de un nuevo sudor, vi posado en el alféizar de la ventana un enorme buitre que ocupaba casi la totalidad del hueco. Fijó sus ojos en los míos. Penetró en el interior y de un torpe salto se encaramó en el respaldo de mi silla. Apestaba a carne putrefacta. Un momento después apareció otro buitre que hizo lo mismo que el primero pero ocupó un lugar a los pies de la cama del enfermo. Cuando movía sus alas marrones desprendía el polvo que llevaba agarrado a sus plumas. Estaba alarmado, imposibilitado para acercarme a la ventana y cerrarla. Los dos buitres continuaban mirándome con fijeza. Después llegaron otros dos y se posaron en el suelo, todos enormes y hediondos. El teléfono estaba a mi lado. Tuve valor de descolgar el auricular y marcar el número de los médicos. Mientras hablé con ellos entraron tres buitres más, sus cabezas calvas tenían el color rosado de un recién nacido. Todo se volvía pardo y maloliente cuando aleteaban. Los médicos tardaron aún mucho en llegar. Cuando les abrí la puerta había ocho buitres en la habitación, tres de ellos posados encima del cuerpo del enfermo. Ninguno de los médicos pareció sorprenderse ante el horrible espectáculo. Uno a uno y utilizando parecidas palabras me explicaron, siempre con sus eternas voces inaudibles, que la hora del enfermo había llegado muy a su pesar. Que cuando las habitaciones se llenaban de buitres, no había nada que hacer. Que recogiera mis cosas. Que ya podía marcharme.


© Sap.
es.humanidades.literatura
19/07/2009

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